sábado, 26 de mayo de 2007

CARIDAD Y RECIPROCIDAD

En la historia de la cultura occidental, el tema de la caridad es considerado comúnmente como un tema que tuvo su apogeo en la Edad Media, o al menos como un tema que pertenece al Antiguo Régimen, entendiendo a este último como el periodo que precede al nacimiento de los Estados nacionales modernos.
Esa idea muy expandida y no del todo equivocada no debería dificultar nuestra comprensión de las formas actuales de la caridad, pues ésta no es un problema caduco o agotado. Pienso que, en historia, debemos admitir que el problema de la caridad es un problema de muy larga duración y un problema que interpela aún nuestra sensibilidad actual.
Desde un punto de vista antropológico, es evidente que la caridad se inscribe en un problema más general y estructurante de las sociedades humanas. Es decir que sus raíces se hunden en el nacimiento de las sociedades humanas como sistemas de poder, como clasificaciones de los grupos y de los sujetos.
Explico estas dos apreciaciones.
En cuanto a mi primera apreciación: la caridad es un problema de larga duración y de actualidad. Es fácil constatar que ya desde los primeros tiempos cristianos las sociedades europeas y mediterráneas requirieron organizar el grave problema de la pobreza. Y que aún hoy la política de la pobreza de iniciativa oficial o privada, local o global, recurre constantemente a una concepción del sufrimiento y la necesidad ajenos como problema de compensación, o sea resoluble con gestos personales y afectivos como los actos que nacen de la compasión.
En cuanto a mi segunda apreciación: la caridad es un problema estructurante de las sociedades humanas. Debe ser leída como una de las formas de la reciprocidad. La diferencia entre yo y el otro, la distinción entre mío y tuyo son realidades de uno de los pilares de nuestra condición trágica de seres conscientes de la finitud, de la diferencia y de nosotros mismos. Ese fundamento de humanidad se llama alteridad e implica, desde los comienzos de las sociedades humanas, desde cuando ya no nos organizamos sólo como primates, sino como seres del lenguaje, de la técnica y de lo sagrado (o sea creadores de mundos virtuales), implica, digo, la reciprocidad.
Comprender la caridad como una de las formas socio-culturales que ha adoptado la reciprocidad es entenderla como parte de una economía y una moral de los dones. Específicamente, la que nos compete, es la economía y la moral judeo-cristianas.
Se ha estudiado mucho el problema particular de la limosna, del don y de la caridad en la moral judeo-cristiana como fundamento de la espiritualidad cristiana.
Pero hoy quiero mostrarles la inscripción de esa forma cultural particular en un conjunto más general señalado por la antropología desde comienzos del siglo XX: el del regalo que se hace a las personas con miras a congraciarse con los dioses y con la naturaleza.

domingo, 4 de marzo de 2007

HISTORIA

Lucien Febvre
Pour une histoire à part entière
TRABAJO: evolución de una palabra y de una idea
[1]
Desde que existen los hombres, el trabajo no ha dejado de llenar la vida de la mayor parte de ellos. No sé si, como lo dice el Libro de Job (V, 7) en la traducción de Saci, “ellos nacieron para el trabajo como el pájaro para volar”, pero todo ocurre como si el viejo poema tuviese razón. Ahora bien, de las maneras sucesivas y contradictorias como los pueblos (y muy particularmente los pueblos modernos) han apreciado, según los tiempos, los lugares y las circunstancias, el trabajo que se les imponía o que ellos se imponían, sólo sabemos cosas fragmentarias, inciertas e inconexas. Incluso no conocemos la sorprendente aventura de la palabra que ahora empleamos para designar el conjunto de nuestras actividades de conquista cotidiana.
*
* * *
Pues en verdad, es una extraña aventura la de la palabra que, partiendo del sentido de tortura (tripaliare, torturar con el tripalium, la máquina de tres pies), sustituyó durante el siglo XVI, en el vocabulario francés, a las dos viejas palabras usadas anteriormente: la una, labourer, [arar, labrar], que los labradores acaparaban cada vez más (en espera de que los “trabajadores de laboratorio” le devolvieran algún prestigio intelectual); la otra, ouvrer [labrar, fabricar, obrar, trabajar], que no serviría más que a las damas patronas en sus ouvroirs [obradores, talleres], si nuestros obreros no procedieran siempre de ella. Pero el trabajo guardaba, aún en el siglo XVII, la marca de sus orígenes. A veces, continuaba implicando molestia, agobio, sufrimiento, también humillación
[2].
Cuando los Solitarios de Port-Royal, al retomar por su cuenta la tradición de las Órdenes monásticas, se pusieron a buscar algún medio de penitencia verdaderamente eficaz que pudiera aportarles toda la mortificación requerida, pensaron inmediatamente en el trabajo manual. Y se vio al Sr. Le Maître, “al no saber qué inventar para humillarse a sí mismo”, recurrir a las labores del campo, cavar la tierra, segar los trigos, cosechar el heno bajo el calor del medio día; después, dedicarse nuevamente al estudio tenaz del hebreo que él devoraba
[3], al salir de esos trabajos manuales que juzgaba, que se juzgaba en torno a él como más mortificantes que penosos. Pero este trabajo del espíritu, por duro que fuera, no era penitencia. El Sr. Le Maître no tenía por qué enrojecerse por ello. Por el contrario, los Solitarios se enrojecían (y después se acusaban de haber enrojecido) cuando los trataban de “rústicos” porque algunos de ellos se habían dedicado, para humillarse más, a hacer zapatos. Y Boileau creía necesario vengarlos de esos sarcasmos con chistes[4]. ¿No se estaba, por lo demás, en la época en que el trabajo degradaba, en el sentido estricto de la palabra, dado que el noble del campo perdía su nobleza si empuñaba la pala del jardinero o la mancera del labrador?
El optimista siglo XVIII trató claramente de reaccionar y, si no de ennoblecer, al menos de justificar el trabajo. Pero también aquí estamos desprovistos. Según lo que conozco, no existe ningún trabajo que estudie las vicisitudes de la idea de trabajo en el siglo de los Fisiócratas y de los Economistas. Y sin embargo ¿cuántas investigaciones por hacer y cuál evolución por reconstituir? El trabajo, ese sufrimiento: es aún la noción de Charles-Louis de Secondat de Montesquieu, Presidente del Parlamento de Burdeos, feliz de liberar su conciencia al persuadirse de que al precio de pequeñas ventajas, de “pequeños privilegios”, como él dice, “por muy penosos que sean los trabajos que la Sociedad exige, se puede hacer todo con hombres libres”
[5]. El trabajo, ese crédito: es ya el sentimiento de Denis Diderot, hijo del maestro cuchillero de Langres; “las fortunas serán legítimamente repartidas cuando la repartición sea proporcional a la industria y a los trabajos de cada uno” (a los trabajos y todavía no al trabajo). La fórmula no se ha encontrado, pero comienza ya a buscarse, la que todos los “reformadores” del siglo XIX propondrán a sus adeptos para resolver el problema primordial, el problema de la repartición de los productos entre Trabajo, Capital y Talento. Pero, Capital, la palabra no es aún del siglo XVIII. El trabajo del cual hablaban los hombres de esa época, es el trabajo del labrador o del artesano; el trabajo que procura el pan cotidiano y el vestido, pero que no tiende a procurar la riqueza; el trabajo que, por lo demás, salva al trabajador del más grande de los vicios, del vicio que engendra todos los otros según la vieja tradición cristiana: la ociosidad. La gran revolución no se ha cumplido, aquella que señala Michelet en el admirable (y tan poco conocido) prefacio de su Historia del siglo XIX, cuando nos muestra a la Vieja Inglaterra, la de los hombres del campo, esfumándose en un cuarto de siglo para dar lugar “a un pueblo de obreros encerrado en las manufacturas”. Trabajadores del siglo XVIII, trabajadores de los oficios, de esos oficios a los cuales se asoman, curiosamente, los Enciclopedistas y de los cuales hacen revivir, en sus admirables planchas, el ingenioso utillaje y la libre labor. Y es necesario anotarlo, pues no se hace: no se puede hacer una Historia del Trabajo sin hacer al mismo tiempo la historia de los medios de trabajo, la historia de las herramientas, la historia de las técnicas. Sin contar, desde que se aborda el siglo XIX, la marcha conquistadora de la máquina y de la “fábrica”[6] asociadas. Con todas sus consecuencias, todas sus repercusiones humanas...
De hecho, tan pronto como a comienzos del siglo XIX toda una literatura histórica, económica y social comenzó a inquietarse con lo que hoy denominamos los problemas del trabajo, fue siempre con la idea de pobreza, de miseria, de explotación que los hombres de esa época asociaron, en sus libros y a la vez en sus preocupaciones, la idea de trabajo. Trátese de Buret inquietándose en 1840 De la miseria de las clases laboriosas en Inglaterra, de Boyer tratando en 1841 Del estado de los obreros y de su mejoramiento por la organización del trabajo, de Michel Chevalier escribiendo en 1848 sus Cartas sobre la organización del trabajo o estudio sobre las principales causas de la miseria, o de veinte escritores más que publican en ese tiempo, con títulos parecidos, libros análogos: trabajo y pauperismo, “Clases laboriosas” y “Clases que sufren” (son los títulos de dos artículos sucesivos de Cochut en la Revue des Deux Mondes, de 1842); siempre por todas partes, miseria, trabajo, organización y caridad se encuentran asociados en la pluma de los investigadores sociales más diversos y más opuestos.
Sin embargo, los teóricos reaccionan y se esfuerzan por devolver la honra al trabajo. Devolverle sus derechos y definírselos. Pero primero, de maldición que agobia a los infelices, y sólo a los desgraciados, transformarlo en un verdadero deber social obligatorio para todos: en deber amable, lo que lo rehabilita tanto como esa primera promoción. El trabajo “es odioso en civilización por la insuficiencia de salario, por la inquietud de que falte, por la injusticia de los patronos, la tristeza de los talleres, su larga duración y la uniformidad de las funciones”. Así escribe Fourier, a quien Cabet inmediatamente le replica: “Cada uno tiene el deber de trabajar el mismo número de horas por día, según sus medios, y el derecho de recibir una parte igual, según sus necesidades, de todos los productos”. Así planteado, “es general y obligatorio para todos”. Se lo eleva a la dignidad de “función pública”. Se realiza en los grandes talleres y allí se lo hace lo más atractivo posible, corto y facilitado por las máquinas.
Desde entonces, no es nada sorprendente que, finalmente, las clases laboriosas hayan conquistado el derecho a la Historia, porque ellas eran obreras y ya no porque fueran miserables. Les llegó una dignidad que comienza a serles envidiada por todas partes. Anteriormente, el epíteto de artesano, el epíteto de labrador era “vil”. “Los artesanos —escribía el viejo Loyseau en su Tratado de los órdenes en 1613— son propiamente mecánicos y reputados como personas viles”, y de hecho, añadía, “llamamos comúnmente mecánico a lo que es vil y abyecto”. ¿Y a los labradores? Por supuesto, “no hay vida más inocente que la suya, ni de mayor provecho según natura”; pero ¿qué? En Francia “son tan rebajados, es decir oprimidos, son a tal punto considerados como personas viles que uno se sorprende al ver que aún existan para alimentarnos” (1613). Pero tres siglos más tarde ¿a quién se alaba con el título de trabajadores? Existen los de la pluma como existen los del cepillo de carpintería. Y los muchachos de “fuertes bíceps” que sostienen la mancera de la carreta, abren el surco, siegan, secan el heno, o en sus viñedos, sobre la abrupta pendiente no dejan de subir la cuesta que siempre baja, se sorprenden al escuchar al escritor en vacaciones, al pedagogo, al músico, al cantante, al comediante, hablar de su “trabajo”, es decir, de las reivindicaciones de los Trabajadores Intelectuales; o de los Trabajadores del Espectáculo en el Sindicato al cual él pertenece como un trabajador carga-ladrillos de los trabajos pesados. Es memorable esa frase que nos cuenta Jules Renard en su Journal de 1901 (p. 690): “Ella está muy feliz —dice un marido de su mujer— al hacer un trabajo que se ve. ¡Yo trabajo más que ella y no se ve!”.
Sin embargo, el Collège de France, fiel a su misión cuatro veces secular, creaba en 1907 la primera cátedra de Historia del Trabajo que se haya visto funcionar en Francia; se le confiará primero a Georges Renard y luego a François Simiand; y la dificultad para estos maestros radicará en definir el sentido de una palabra, trabajo, que amenazaba con abarcar a todos los hombres —y a todas las mujeres— de nuestras sociedades contemporáneas. Pues un hombre de mi edad ha visto con sus propios ojos, entre 1880 y 1940, cumplirse la gran decadencia del hombre que no hace nada, del hombre que no trabaja, del ocioso rentista; y comienzo —con el retraso conveniente— del descrédito de la mujer “sin profesión”. Rentistas hoy (quiero decir hombres que tienen el coraje cívico de calificarse como tales) no se cuentan más de dos por cada cien franceses. No mucho más de lo se cuenta en nuestro país de nómades, detenidos, hospitalizados.
Así acaba el ciclo. Se parte del trabajo-tortura para llegar (al menos si se cree en los vocablos optimistas) al trabajo en el goce, ese hijo del “trabajo atractivo”, soñado y descrito por nuestro viejo Fourier. Se parte, o más modestamente se debería partir, pues nada de todo esto se ha hecho. Toda esta evolución queda por ser precisada, por fijarse en detalle. Cuando se haya cumplido esta labor necesaria, nos podremos jactar de haber realizado, con la ayuda de una sola palabra, un bello corte de historia psicológica y social a través de cuatro siglos de historia francesa.
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* * *
De ese corte preciso y detallado, sólo podemos pues dar hoy un esquema excesivamente simplificado, dada la ausencia de estudios serios y avanzados. El trazado en forma de dientes de sierra, tal como resultaría directamente de los hechos, debemos sustituirlo, por el momento, por el gran rasgo corriente y regular de una media completamente aproximativa. Con ella se consuela el economista. Su hermano enemigo, el historiador, se declara ante ella naturalmente afligido.
Esto se debe a que nada de lo que atañe al hombre es simple. Y para tomar un solo ejemplo, pero que nos sea familiar, si observamos muy especialmente de cerca la evolución de las ideas engendradas por la actividad laboriosa de los hombres, en el momento preciso en que trabajo comienza a cambiar su sentido mal afamado de tortura por el sentido, por lo menos más elevado, de ocupación laboriosa, constatamos que entonces los hombres del siglo XVI, los hombres del Renacimiento, esos precursores, trataban precisamente de llevar a cabo una rehabilitación vigorosa del trabajo manual, una exaltación del hombre que gana su pan con el sudor de su frente
[7]. A Rabelais, que levanta rápidamente el croquis de Frère Jean, el monje paradójico que nunca ha sido ocioso, que siempre trabaja con sus manos y que, incluso en el coro, durante la salmodia, ocupa sus dedos en fabricar cuerdas de ballesta, en pulir dardos, en hacer redes y trampas para conejos[8], responde el Ronsard de las 0das (lll, lV):
Je hais les mains qui sont oisives;
Qu'on se depeche vitement!
Là doncq, ami, de corde neuve
Ranime ton luc endormi...
*
Al profundizar la investigación percibiríamos cosas extrañas: por ejemplo, que la burguesía laboriosa de esa época no se dirige solamente, en nombre de su labor, contra la ociosidad monacal, sino también contra la ociosidad nobiliaria. Hubo allí toda una ofensiva que sería tentador trazar, si se tuviera ratos de ocio para hacerlo. Tras los voceros líricos del siglo —es un signo en todo caso— se ve aparecer, movilizados por el mismo motivo, a los teólogos, esos jefes, esos guías, esos amplificadores.
Así como es laborioso y no ocioso a la manera del Dios de Aristóteles, el Dios de la tradición judeocristiana, así también son laboriosos, y laboriosos con sus manos, esos héroes de ambos Testamentos cuyo constante valor de ejemplo y de referencia se conoce en ese entonces. ¿No era Jesús mismo un “trabajador manual”, albañil o carpintero como su padre José?
Y en cuanto a sus discípulos, los apóstoles, incluso si ellos no aprobaban la amarga afirmación del Eclesiastés (IX,10): “Todo lo que tu mano encuentre para hacer con tu fuerza hazlo, pues no hay ni obra, ni pensamiento, ni ciencia, ni sabiduría en la compañía de los muertos a donde tú vas”, no por ello dejaban de cumplir con resignación su dura vida de pescadores o de artesanos. Para ejemplo de hombres que, más que nunca, se referían a ellos y a sus enseñanzas.
Todo esto retomado, vuelto a decir por la voz que tuvo sin lugar a dudas —con la de Platón— la más grande audiencia entre los franceses del Renacimiento: la voz del apóstol Pablo, que enseñaba a los tesalonicenses que sólo el trabajo asegura al obrero su dignidad y su independencia, que la mejor alabanza es la de “no haber comido gratuitamente el pan de nadie” y, finalmente, que quien no trabaja no debe tampoco comer
[9]. Pero Platón, por su parte, la otra gran luz del siglo, el Platón de la República no concebía ciudadano sin función ni trabajo[10]. Y cuando Jean Calvin se estableció en Estrasburgo debió inscribirse en los registros de la corporación de talladores y se felicitó sin duda de ese acuerdo entre la ley de la Ciudad y la de la Ciudad platónica, interpretada a través de las enseñanzas de Pablo[11].
Así se explica que en el siglo XVI una especie de ola de fondo haya sacado a la luz el culto, la glorificación del trabajo manual. Recordemos, en Basilea, al viejo Platter, autodidacta de genio, a quien sus discípulos debían ir a buscar a su taller de cordelero para que viniese con su gran delantal y sus rudas manos callosas a enseñarles hebreo. Pero él no era el único que en ese tiempo heroico cumplía el voto que formula en la Verdad oculta ante cien años (1533), la Dama Verdad en persona:
Peuple, laboures loyaument
De tes mains, vivant justement...
Ainsi l´apostre nous instruict
Qui besognoit et jour et nuict...
*
San Pablo, Platón; había aún algo más que el historiador de la noción de trabajo debería sacar aquí a plena luz: la voz de todo un siglo, piadoso aún y profundamente cristiano, profundamente ansioso de verdad cristiana, pero “que ya no se remite a la Providencia para que ella asegure su sustento, y que, dando deliberadamente la espalda a la lección franciscana y al Pobre de Asís, se dejan caer en masa en las seducciones del capitalismo naciente, plantea el trabajo como la ley suprema del hombre, que lucha por gobernar la suerte y captar la riqueza: eI trabajo que hace vivir, que permite ganar, que permite dominar.
*
* * *
Sin embargo, punto de acción sin reacción. En el mito de El Político —mito que Platón retomara en el libro IV de Las Leyes— la esfera del mundo se mueve alternativamente en uno y otro sentido. Esta es la edad de oro, la edad de Cronos; ni ciudad, ni familia, ni agricultura, ni trabajo; sólo la contemplación aproxima el hombre a los Dioses. Luego viene la edad de Zeus: leyes, invenciones, todo el esfuerzo de una labor paciente y dolorosa. En el siglo XVI existen aquellos que siguen a Zeus, pero frente a estos existen también los Saturninos retrasados, que protestan y que no entienden —de acuerdo con la tradición griega y romana” que un labrador inoportuno y grosero les perturbe en su serenidad de contemplativos. Esos aristócratas, detentadores del saber griego y latino, reproducen en sí mismos la altivez de los viejos maestros, ociosos con sus manos, puesto que el esclavo trabajaba para ellos. Y son quienes inauguran el menosprecio por los artesanos, los obreros, los mecánicos —como decían. Desde lo alto de su Thesaurus y de sus Canciones
*, tendrán una larga progenitura. De Erasmo, a través de los Colegios de los Jesuitas, alcanzarán los Colegios de la Universidad Imperial, luego los Colegios Reales de la Restauración. Los últimos de estos no mueren antes del fin mismo del siglo XIX.
Con un sólo ejemplo, se ve cuánto en realidad puede y debe ser complicada la curva muy sumaria de las medias, tal como la hemos reproducido y comentado, por la labor paciente del historiador, si se quiere alcanzar lo único que importa: los matices cambiantes, las mil variaciones de la vida histórica, los mil encuentros de corrientes distintas. Hasta el presente el historiador no ha cumplido con esta labor. Nadie se ha preocupado aún por tratar este magnífico tema, la historia moderna de la idea de trabajo, la historia de la idea de trabajo desde que en Francia la palabra Trabajo sirve para designarla. Y debemos contentarnos provisionalmente con hacer más o menos lo que debió hacer Simiand para construir las curvas de su historia de los precios: utilizar los datos, a menudo inexactos, siempre insuficientes debido a recopilaciones sin exigencias críticas. La curva cómoda, fácil y sin rigor con la que estamos reducidos a contentarnos traduce al menos la tendencia, el trend, como dicen nuestros economistas usando una palabra inglesa. Y la tendencia es clara. Trabajo, dura ley. Pero nada impedirá al hombre trabajar, luchar para que él se vuelva un día la dulce ley del mundo. Desde ahora se trabaja para eso. Y se ayuda precisamente de las técnicas que inventa, técnicas que, como se ve, tenemos razón en unir, para el estudio y para la discusión, con la noción misma de trabajo y con su historia.
Traducido por Luis Alfonso Paláu
para todos los que no escapan a la magia del Renacimiento
Medellín, Abril 24-25/1990.
[1]. Journal de psychologie normale et pathologique, Enero-marzo, 1948, pp.,19-28.
[2]. La palabra trabajo es empleada aún en pleno siglo XVII, y por buenos autores, en el sentido de fatiga: “Calamus había subido a un caballo..., pero al no poder soportar el trabajo, se hizo llevar en una litera”. También (en Bossuet): “La Iglesia por los piadosos trabajos que siente por los moribundos...”. El sentido aquí es de inquietud, solicitud, cf. Brunot, Histoire de la langue francaise, t. VI, IIa parte fasc. 1, p. 1349.
[3]. Cf. Sainte-Beuve, Port-Royal, I, p. 392. Cf. también III, p. 322.
[4]. Sainte-Beuve, Ibid. t. I, p. 500. A un jesuita que sostenía que hasta Pascal había hecho zapatos: “Yo no sé... Pero convenid mi R. P. que él os ha dado excelentes botas [os ha propinado famosas estocadas] [Juego de palabras, t.].
[5]. Espíritu de las leyes, libro XV, cap. 8. El capítulo se titula: “Inutilidad de la Esclavitud entre nosotros”. “Se puede con la comodidad de las máquinas suplir el trabajo forzado que en otra parte se obliga a hacer a los esclavos”. Pero sobre esas máquinas precisamente, ver un curioso texto del mismo Montesquieu que debe añadirse al excelente esbozo de Marc Bloch sobre El molino de agua, en los Annales d´Histoire économique et sociale (t. VlI, p. 538): “Si los molinos de agua no estuviesen establecidos por todas partes, yo no los creería tan útiles como se dice, porque ellos han vuelto inactivos una infinidad de brazos, han privado a mucha gente del uso de las aguas y han hecho perder la fecundidad a muchas tierras” (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 15). También esta nota de Montesquieu (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 28): “El clero, el príncipe, las ciudades, los grandes, algunos ciudadanos principales se han vuelto insensiblemente propietarios de todo el condado; ... e/ hombre de trabajo no tiene nada”.
[6]. Habrá lugar de hacer la historia de esta expresión.
[7]. Buenas reflexiones a este respecto en el libro de Víctor Monod, El problema de Dios y la teología cristiana desde la Reforma, estudio histórico, (Tesis, Fac. libre de Teología, Montauban), 1910. Recojo de la Dedicatoria de Jacques Peletier en El arte poético de 1557 este texto significativo: “Un hombre bien nacido no debe tener muchas ocupaciones que secunden las unas a las otras”.
[8]. Gargantúa, XI.
* Traducción tentativa: “Odio las manos que son ociosas/ Movámonos rápidamente/ ¡Eh! tú, amigo, de cuerda nueva/ Reanima tu [...] adormecido” (t).
[9]. IIa Tesalonicenses, III, 8 y 10.
[10]. Hablamos del Platón de la República. Pero no olvidamos que Plutarco, en la Vida de Marcelo, XIV, 5, relatando la condena que oponía Platón a los hombres como Eudoxio o Arquitas, quienes pretendían construir instrumentos para resolver problemas difíciles de geometría, escribe que Platón se indignaba con la pretensión de ellos de resolver dificultades intelectuales recurriendo a objetos “confeccionados laboriosa y servilmente por la mano”.
[11]. De allí el capítulo De artificiis de Tomás Moro (Liber Secundus ed. Marie Delcourt, Paris, Droz, 1936, pp. 112 ss.), capítulo en el cual Moro habla de magistrados encargados de Cuidar de que nadie permanezca sin trabajo, que ejerza concienzudamente su oficio y consagre a él tres horas en la mañana y tres horas en la tarde. Con libertad de trabajar aún en sus horas libres, si lo deseaban.
* Traducción tentativa: “Pueblo, labora lealmente/ Con tus manos, viviendo con justicia/ Así nos instruye el apóstol/ Quien trabaja día y noche...” (t).
* Esta palabra aparece en español en el texto (t).

ETNOLOGÍA

Marvin Harris
Vacas, cerdos, guerras y brujas
(MADRID, ALIANZA, 1995)
El potlatch
Algunos de los estilos de vida más enigmáticos exhibidos en el museo de etnografía del mundo llevan la impronta de un extraño anhelo conocido como el «impulso de prestigio». Según parece, ciertos pueblos están tan hambrientos de aprobación social como otros lo están de carne. La cuestión enigmática no es que haya gentes que anhelen aprobación social, sino que en ocasiones su anhelo parece volverse tan fuerte que empiezan a competir entre sí por el prestigio como otras lo hacen por tierras o proteínas o sexo. A veces esta competencia se hace tan feroz que parece convertirse en un fin en sí misma. Toma entonces la apariencia de una obsesión totalmente separada de, e incluso opuesta directamente a, los cálculos racionales de los costos materiales.
Vance Packard tocó una fibra sensible cuando describió a los Estados Unidos como una nación de buscadores competitivos de estatus. Parece ser que muchos americanos pasan toda su vida intentando ascender cada vez más alto en la pirámide social simplemente para impresionar a los demás. Se diría que estamos más interesados en trabajar para conseguir que la gente nos admire por nuestra riqueza que en la misma riqueza, que muy a menudo no consiste sino en baratijas de cromo y objetos onerosos o inútiles. Es asombroso el esfuerzo que las gentes están dispuestas a realizar para obtener lo que Thorstein Veblen describió como la emoción vicaria de ser confundidas con miembros de una clase que no tiene que trabajar. Las mordaces expresiones de Veblen «consumo conspicuo» y «despilfarro conspicuo» recogen con exactitud un sentido del deseo especialmente intenso de «no ser menos que los vecinos» que se oculta tras las incesantes alteraciones cosméticas en las industrias de la automoción, de los electrodomésticos y de las prendas de vestir.
A principios del siglo actual, los antropólogos se quedaron sorprendidos al descubrir que ciertas tribus primitivas practicaban un consumo y un despilfarro conspicuos que no encontraban parangón ni siquiera en la más despilfarradora de las modernas economías de consumo. Hombres ambiciosos, sedientos de estatus competían entre sí por la aprobación social dando grandes festines. Los donantes rivales de los festines se juzgaban unos a otros por la cantidad de comida que eran capaces de suministrar, y un festín tenía éxito sólo si los huéspedes podían comer hasta quedarse estupefactos, salir tambaleándose de la casa, meter sus dedos en la garganta, vomitar y volver en busca de más comida.
El caso más extraño de búsqueda de estatus se descubrió entre los amerindios que en tiempos pasados habitaban las regiones costeras del sur de Alaska, la Columbia Británica y el estado de Washington. Aquí los buscadores de estatus practicaban lo que parece ser una forma maniaca de consumo y despilfarro conspicuos conocida como potlatch. El objeto del potlatch era donar o destruir más riqueza que el rival. Si el donante del potlatch era un jefe poderoso, podía intentar avergonzar a sus rivales y alcanzar admiración eterna entre sus seguidores destruyendo alimentos, ropas y dinero. A veces llegaba incluso a buscar prestigio quemando su propia casa.
Ruth Benedict ha hecho famoso el potlatch en su libro Patterns of Culture, que describe cómo funcionaba el potlatch entre los kwakiutl, habitantes aborígenes de la isla de Vancouver. Benedict pensaba que el potlatch formaba parte de un estilo de vida megalómano característico de la cultura kwakiutl en general. Era «la taza» que Dios les había otorgado para que bebieran de ella. Desde entonces, el potlatch ha sido un monumento a la creencia de que las culturas son las creaciones de fuerzas inescrutables y personalidades perturbadas. Como consecuencia de la lectura de Patterns Of Culture, los expertos en muchos campos concluyeron que el impulso de prestigio hacía completamente imposible cualquier intento de explicar los estilos de vida en términos de factores prácticos y mundanos.
Quiero mostrar aquí que el potlatch kwakiutl no era el resultado de caprichos maniacos, sino de condiciones económicas y ecológicas definidas. Cuando estas condiciones están ausentes, la necesidad de ser admirados y el impulso de prestigio se expresan en prácticas de estilos de vida completamente diferentes. El consumo no conspicuo sustituye al consumo conspicuo, se prohíbe el despilfarro conspicuo y no hay buscadores competitivos de estatus.
Los kwakiutl solían vivir en aldeas de casas de madera, próximas a la costa y en medio de bosques de lluvias de cedros y abetos. Pescaban y cazaban en los fiordos y estrechos salpicados de islas de Vancouver en enormes canoas. Siempre ávidos de atraer a los comerciantes, hacían destacar sus aldeas erigiendo en la playa los troncos de árboles esculpidos que erróneamente hemos llamado «postes totémicos». Los grabados en estos postes simbolizaban los títulos ancestrales que reivindicaban los jefes de la aldea.
Un jefe kwakiutl nunca estaba satisfecho con el respeto que le dispensaban sus propios seguidores y jefes vecinos. Siempre estaba inseguro de su estatus. Es verdad que los títulos de la familia que reivindicaba pertenecían a sus antepasados. Pero había otras gentes que podían trazar la filiación desde los mismos antepasados y que tenían derecho a rivalizar con él por el reconocimiento como jefe. Por tanto, todo jefe se creía en la obligación de justificar y validar sus pretensiones a la jefatura, y la manera prescrita de hacerlo era celebrar potlatchs. Éstos eran ofrecidos por un jefe anfitrión y sus seguidores en honor de otro jefe, que asistía en calidad de huésped, y sus seguidores. El objeto del potlatch era mostrar que el jefe anfitrión tenía realmente derecho a su estatus y que era más magnánimo que el huésped. Para demostrarlo, donaba al jefe rival y a sus seguidores una gran cantidad de valiosos regalos. Los huéspedes menospreciaban lo que recibían y prometían dar a cambio un nuevo potlatch en el cual su propio jefe demostraría que era más importante que el anfitrión anterior, devolviendo cantidades todavía mayores de regalos de más valor.
Los preparativos para el potlatch exigían la acumulación de pescado seco y fresco, aceite de pescado, bayas, pieles de animales, mantas y otros objetos de valor. El día fijado, los huéspedes remaban en sus canoas hasta la aldea del anfitrión y penetraban en la casa del jefe. Allí se atiborraban de salmón y bayas silvestres, mientras les entretenían danzarines disfrazados de dioses castor y pájaros-trueno.
El jefe anfitrión y sus seguidores disponían en montones bien ordenados la riqueza que se iba a distribuir. Los visitantes miraban hoscamente a su anfitrión, quien se pavoneaba de un lado para otro, jactándose de lo que les iba a dar. A medida que iba contando las cajas de aceite de pescado, las cestas llenas de bayas, y los montones de mantas, comentaba en plan burlón la pobreza de sus rivales. Finalmente, los huéspedes, cargados de obsequios, eran libres de regresar en sus canoas a su propia aldea. Herido en su amor propio, el jefe huésped y sus seguidores prometían desquitarse. Esto sólo se podía conseguir invitando a sus rivales a participar en un nuevo potlatch y obligándoles a aceptar cantidades de objetos de valor aún mayores que las recibidas con anterioridad.
Si consideramos todas las aldeas kwakiutl como una sola unidad, el potlatch estimulaba un flujo incesante de prestigio y objetos de valor que circulaban en direcciones opuestas.
Un jefe ambicioso y sus seguidores tenían rivales de potlatch en varias aldeas diferentes a la vez. Especialistas en el cómputo de los bienes vigilaban de cerca lo que se debía realizar en cada aldea para igualar la partida. Aunque un jefe lograra vencer a sus rivales en un lugar, todavía tendría que enfrentarse a sus adversarios en otro.
En el potlatch, el jefe anfitrión solía decir cosas como éstas: «Soy el único gran árbol. Que venga vuestro contador de bienes para que en vano trate de contar la riqueza que se va a distribuir.» Entonces los seguidores del jefe exigían silencio a los huéspedes, advirtiéndoles: «Tribus, no hagáis ruido. Callaos o provocaremos una avalancha de riqueza de nuestro jefe, la montaña sobresaliente.» En algunos casos, no se distribuían mantas y otros objetos de valor, sino que se destruían. A veces los jefes célebres por su magnificencia decidían dar «festines de grasa», en los que vertían cajas de aceite, obtenido del enlacon o «pez bujía», al fuego situado en el centro de la casa. Mientras las llamas chisporroteaban, un humo oscuro y denso llenaba la habitación. Los huéspedes permanecían impasibles en sus asientos o incluso se quejaban del ambiente frío mientras el destructor de riqueza declamaba: «Soy el único en la tierra, el único en el mundo entero que consigue elevar este humo desde el comienzo del año hasta el final para las tribus invitadas». En algunos festines de grasa, las llamas incendiaban los tablones del tejado y toda la casa se convertía en una ofrenda de potlatch, causando la mayor de las vergüenzas entre los huéspedes y gran regocijo entre los anfitriones.
Según Ruth Benedict, el anhelo obsesivo de estatus de los jefes kwakiutl era la causa de los potlatch. «juzgados por las pautas de otras culturas —escribía— los discursos de sus jefes son pura megalomanía. El objeto de todas las empresas de los kwakiutl era mostrarse superior a los rivales.» Según su opinión, todo el sistema económico aborigen del Noroeste del Pacífico «estaba al servicio de esta obsesión».
Pienso que Benedict se equivocaba. El sistema económico de los kwakiutl no estaba puesto al servicio de la rivalidad de estatus; antes bien, la rivalidad de estatus se orientaba al servicio del sistema económico.
Todos los ingredientes básicos de los festines kwakiutl, salvo sus aspectos destructivos, están presentes en las sociedades primitivas ampliamente dispersas por partes diferentes del mundo. En su núcleo fundamental el potlatch es un festín competitivo, un mecanismo casi universal para asegurar la producción y distribución de riqueza entre pueblos que todavía no han desarrollado plenamente una clase dirigente.
Melanesia y Nueva Guinea ofrecen la mejor oportunidad para estudiar la donación de festines competitivos en condiciones relativamente prístinas. En toda esta región, están los llamados «grandes hombres» (big men), que deben su estatus superior al gran número de festines que cada uno ha patrocinado durante su vida. Los hombres que aspiren a tal condición deben realizar un esfuerzo intensivo para acumular la riqueza necesaria que exige la donación de un festín.
Por ejemplo, entre el pueblo de habla kaoka de las Islas Salomón, el individuo sediento de estatus inicia su carrera mandando a su esposa e hijos cultivar huertos de ñame más grandes. Como ha descrito el antropólogo australiano Ian Hogbin, el kaoka que desea convertirse en un «gran hombre» consigue que sus parientes y compañeros de edad le ayuden a pescar. Después, pide a sus amigos cerdas y aumenta el tamaño de su piara. Cuando han nacido las crías, aloja los animales adicionales entre sus vecinos. Pronto parientes y amigos presienten que el joven va a tener éxito. Ven sus grandes huertos y su gran piara de cerdos y redoblan sus propios esfuerzos para hacer memorable el próximo festín.
Desean que el joven candidato recuerde que ellos le han ayudado cuando se convierta en un «gran hombre». Finalmente todos se reúnen y construyen una casa muy hermosa. Los hombres emprenden una última expedición de pesca. Las mujeres recogen ñames y leña, hojas de bananas y cocos. Cuando llegan los huéspedes (como sucede con el potlatch), la riqueza está repartida en montones bien ordenados y se exhibe para que todos la cuenten y admiren.
El día en que un joven llamado Atana dio un festín Hogbin contó los siguientes artículos: doscientas cincuenta libras de pescado seco, tres mil tartas de ñame y coco, once grandes cuencos de budín de ñame y ocho cerdos. Todo esto era el resultado directo del esfuerzo de trabajo extra organizado por Atana. Pero algunos de los huéspedes, anticipando un acontecimiento importante, trajeron presentes que se agregaron a los artículos anteriores. Sus aportaciones elevaron el total a trescientas libras de pescado, cinco mil tartas, diecinueve cuencos de budín y trece cerdos. Atana procedió a dividir esta riqueza en doscientas cincuenta y siete partes, una para cada persona que le había ayudado o le había traído regalos, recompensando a algunos más que a otros. «Atana sólo se quedó con los restos», señala Hogbin. Esto es normal entre los buscadores de estatus en Guadalcanal, donde siempre se dice: «El donante del festín se queda con los huesos y las tartas estropeadas; la carne y la manteca es para los otros».
La actividad del «gran hombre», al igual que la de los jefes del potlatch, no conoce descanso. Ante la amenaza de verse reducido al estatus de plebeyo, el «gran hombre» está siempre atareado con los planes y preparativos para el siguiente festín. Puesto que hay varios «grandes hombres» por aldea y comunidad, estos planes y preparativos llevan a menudo a complejas maquinaciones competitivas para obtener el apoyo de parientes y vecinos. Los «grandes hombres» trabajan y se preocupan más, pero consumen menos que cualquier otro. El prestigio es su única recompensa.
Podemos describir al «gran hombre» como un empresario-trabajador —los rusos les llaman «stajanovistas»— que presta importantes servicios a la sociedad al aumentar el nivel de producción. Corno consecuencia de su anhelo de estatus, hay más gente que trabaja mucho más y produce más alimentos y otros objetos de valor.
En condiciones en las que todos tienen igual acceso a los medios de subsistencia, la donación de festines competitivos cumple la función práctica de impedir que la fuerza de trabajo retroceda a niveles de productividad que no ofrecen ningún margen de seguridad en crisis tales como la guerra o la pérdida de cosechas. Además, puesto que no hay instituciones políticas formales capaces de integrar las aldeas independientes en una estructura económica común, la donación de festines competitivos crea una extensa red de expectativas económicas. Esto tiene como consecuencia aunar el esfuerzo productivo de poblaciones mayores que las que puede movilizar una aldea determinada. Finalmente, la donación de festines competitivos actúa como un compensador automático de las fluctuaciones anuales en la productividad entre un conjunto de aldeas que ocupan diferentes microambientes: hábitats de la costa, de lagunas o de altiplanos. Automáticamente, los festines más importantes de un año dado tendrán como anfitriones a las aldeas que han gozado de las condiciones de pluviosidad, temperatura y humedad más favorables para la producción.
Todos estos puntos se aplican a los kwakiutl. Los jefes kwakiutl se asemejan a los «grandes hombres» melanesios, salvo en que operaban con un inventario tecnológico mucho más productivo y en un medio ambiente más rico. Como éstos, competían entre sí para atraer hombres y mujeres a sus aldeas. Los jefes de rango más alto eran los mejores proveedores y daban los potlatch más importantes. Los seguidores del jefe participaban indirectamente en su prestigio y le ayudaban a conseguir honores más altos. Los jefes mandaban esculpir los «postes totémicos». Estos eran en realidad anuncios grandiosos cuya altura y audaz traza proclamaban que allí había una aldea con un jefe poderoso capaz de realizar grandes obras, y de proteger a sus seguidores del hambre y de la enfermedad. Al reivindicar los derechos hereditarios a los timbres de animales esculpidos en los postes, los jefes estaban diciendo en realidad que eran grandes proveedores de alimentos y confort. El potlatch era un medio de comunicar a sus rivales que o igualaran sus logros o se callaran.
Pese a la tensión competitiva manifiesta del potlatch, éste servía en los tiempos aborígenes para transferir alimentos y otros objetos de valor de centros con alta productividad a aldeas menos afortunadas. Podría decir esto incluso de una manera más fuerte: gracias al impulso competitivo, se aseguraban estas transferencias. Debido a las fluctuaciones ímpredecibles en las migraciones de los peces y en las cosechas de frutos silvestres y de vegetales, la donación de potlatchs entre aldeas constituía una ventaja desde el punto de vista de la población regional como un todo. Cuando los peces desovaban en ríos cercanos y las bayas maduraban al alcance de la mano, los huéspedes del último año se convertían en los anfitriones del presente año. En los tiempos aborígenes el potlatch significaba que todos los años los ricos daban y los pobres recibían. Todo lo que un pobre tenía que hacer para comer era admitir que el jefe rival era un «gran hombre».
¿Por qué escapó a la atención de Ruth Benedict la base práctica del potlatch? Los antropólogos comenzaron a estudiar el potlatch mucho tiempo después que los pueblos aborígenes del Noroeste del Pacífico entablaran relaciones comerciales y de trabajo asalariado con los comerciantes y colonos rusos, ingleses, canadienses y americanos. Este contacto provocó rápidamente epidemias de viruela y otras enfermedades europeas que exterminaron una gran parte de la población nativa. Por ejemplo, la población de los kwakiutl disminuyó de 23.000, en 1836, a 2.000, en 1886. Este descenso intensificó automáticamente la competencia por la mano de obra.. Al mismo tiempo, los salarios pagados por los europeos inyectaron cantidades de riqueza sin precedentes en la red de potlatch. Los kwakiutl recibieron de la Compañía de la Bahía de Hudson millares de mantas a cambio de pieles de animales. En los grandes potlatch, estas mantas sustituyeron a los alimentos como el artículo más importante a donar. La población en descenso pronto se encontró con más mantas y objetos de valor que los que podían consumir. Sin embargo, la necesidad de atraer a seguidores era mayor que nunca, debido a la escasez de mano de obra. De ahí que los jefes del potlatch ordenaran la destrucción de los bienes con la vana esperanza de que estas espectaculares demostraciones de opulencia atrajeran de nuevo a la gente a las aldeas vacías. Pero éstas eran prácticas de una cultura en vías de desaparición que luchaba por adaptarse a un nuevo conjunto de condiciones políticas y económicas; guardaban poca semejanza con el potlatch de los tiempos aborígenes.
La donación de festines competitivos tal como es concebida, narrada e imaginada por los participantes difiere mucho de la donación de festines competitivos considerada como adaptación a las oportunidades y constreñimientos materiales. En la elaboración onírica social —la conciencia de los participantes de los estilos de vida— constituye una manifestación del anhelo insaciable de prestigio del «gran hombre» o del jefe del potlatch. Pero desde el punto de vista adoptado en este libro, el anhelo insaciable de prestigio es una manifestación de la donación de festines. Cada sociedad se sirve de la necesidad de aprobación social, pero no todas las sociedades vinculan el prestigio con el éxito en la donación de festines competitivos.
Para comprender adecuadamente su papel como fuente de prestigio debemos abordar este hecho desde la perspectiva evolutiva. Los «grandes hombres» como Atana o los jefes kwakiutl llevan a cabo una forma de intercambio económico conocida como redistribución. Es decir, reúnen los resultados del esfuerzo productivo de muchos individuos y después redistribuyen la riqueza acumulada en cantidades diferentes entre un grupo distinto de personas. Como he dicho, el «gran hombre» o redistribuidor kaoka trabaja mucho y se preocupa más, pero consume menos que cualquier otro en la aldea. No cabe decir lo mismo del jefe-redistribuidor kwakiutl. Los jefes importantes del potlatch realizaban las funciones empresariales y directivas necesarias para un gran potlatch, pero prescindiendo de alguna que otra expedición de pesca o de caza de leones marinos, dejaban el trabajo duro para sus seguidores. Los jefes más importantes del potlatch tenían incluso cautivos de guerra trabajando para ellos como esclavos. Desde el punto de vista de los privilegios de consumo, los jefes kwakiutl habían empezado a invertir la fórmula de los kaoka, quedándose con algo de la «carne y la manteca» para sí y dejando la mayor parte de los «huesos y las tartas estropeadas» para sus seguidores.
Siguiendo la línea evolutiva que conduce desde Atana, el «gran hombre» trabajador-empresario empobrecido, hasta los jefes kwakiutl semi-hereditarios, terminamos en las sociedades estatales gobernadas por reyes hereditarios que no realizan ningún trabajo industrial o agrícola básico y que guardan para sí la mayor parte y lo mejor de todas las cosas. A este nivel imperial, los poderosos gobernantes por derecho divino mantienen su prestigio construyendo vistosos palacios, templos y gigantescos monumentos, y hacen valer sus derechos a los privilegios hereditarios contra todos los posibles aspirantes, no mediante el potlatch, sino por la fuerza de las armas. Si invertimos la dirección, podemos pasar de los reyes a los jefes del potlatch y a los «grandes hombres», y de éstos a los estilos de vida igualitarios en los cuales desaparece toda ostentación competitiva o consumo conspicuo de índole individual, y en los que cualquier persona lo bastante estúpida para jactarse de su importancia es acusada de brujería y lapidada.
En las sociedades realmente igualitarias que han sobrevivido el tiempo suficiente para ser estudiadas por los antropólogos, no aparece la redistribución en forma de donación de festines competitivos. En vez de ello, predomina la forma de intercambio conocida como reciprocidad. La reciprocidad es el término técnico para un intercambio económico que tiene lugar entre dos individuos en el que ninguno especifica con precisión qué es lo que espera como recompensa ni cuándo lo espera. Superficialmente, los intercambios recíprocos no se parecen en nada a los intercambios. No se especifican las expectativas de una parte ni las obligaciones de la otra. Un grupo puede continuar recibiendo de otro durante bastante tiempo sin que el donante oponga resistencia alguna ni el receptor manifieste turbación. Sin embargo, no podemos considerar la transacción como puro regalo. Subyace una expectativa de devolución, y si el equilibrio entre los dos individuos se sale de madre, finalmente el donante comenzará a quejarse y a chismorrear. Se mostrará interés por la salud y cordura del receptor, y si la situación no mejora, la gente empezará a sospechar que el receptor está poseído por espíritus malignos o que practica la brujería. Es probable que en las sociedades igualitarias los individuos que violan persistentemente las normas de reciprocidad sean de hecho psicóticos y constituyan una amenaza para su comunidad.
Podemos hacernos alguna idea de lo que significan los intercambios recíprocos pensando en la manera en que intercambiamos bienes y servicios con nuestros parientes o amigos íntimos. Por ejemplo, suponemos que los hermanos no calculan el valor exacto en dólares de todo lo que hacen el uno por el otro. Deben sentirse libres para prestarse mutuamente sus camisas o sus discos y no dudan en pedirse favores. Cuando se trata de hermanos o amigos, ambas partes aceptan el principio de que, aunque se dé más de lo que se recibe, esto no afectará a la relación de solidaridad entre ellos. Si un amigo invita a otro a comer, no debe vacilar en ofrecer o aceptar una segunda o tercera invitación, aun cuando no se haya correspondido todavía a la primera comida. No obstante, también hay límites, pues al cabo de cierto tiempo la obligación de reciprocidad no saldada empieza a parecerse sospechosamente a la explotación. En otras palabras, todo el mundo quiere considerarse generoso pero nadie desea ser tildado de chupón. Esto es precisamente el dilema que se nos plantea en Navidad cuando intentamos recurrir al principio de reciprocidad al elaborar nuestras listas de compras. El regalo no puede ser ni demasiado barato ni demasiado caro; y, sin embargo, nuestros cálculos deben parecer totalmente casuales, por lo que quitamos la etiqueta del precio.
Pero para ver realmente la reciprocidad en acción hay que vivir en una sociedad igualitaria que carece de dinero y en la que nada se puede comprar o vender. En la reciprocidad todo se opone al cómputo y cálculo precisos de lo que una persona debe a otra. De hecho, la idea consiste en negar que alguien posee realmente algo. Podemos decir si un estilo de vida se basa o no en la reciprocidad sabiendo si la gente da o no las gracias. En sociedades realmente igualitarias, es de mala educación agradecer públicamente la recepción de bienes materiales o servicios. Por ejemplo, entre los semai de Malasia central nadie expresa nunca gratitud por la carne que un cazador distribuye en partes exactamente iguales entre sus compañeros. Robert Dentan, quien ha vivido con los semai, descubrió que dar las gracias era de muy mala educación, ya que sugería o bien que uno calculaba el tamaño del trozo de carne recibido, o bien que se estaba sorprendido por el éxito y generosidad del cazador.
En contraposición a la exhibición ostentosa del «gran hombre» kaoka, a la palabrería jactanciosa de los jefes del potlatch o a nuestra propia ostentación de símbolos de estatus, los semai siguen un estilo de vida en el que los que tienen mayor éxito deben ser los que menos llamen la atención. En su estilo de vida igualitario, la búsqueda de estatus mediante redistribución competitiva o cualquier forma de consumo o despilfarro conspicuos es literalmente inconcebible. Los pueblos igualitarios sienten repugnancia y temor ante la más ligera insinuación de ser tratados con generosidad o de que una persona piense que es mejor que otra.
Richard Lee, profesor de la Universidad de Toronto, cuenta una graciosa historia sobre el significado del intercambio recíproco entre cazadores y recolectores igualitarios. Lee había seguido a los bosquimanos durante la mayor parte del año por el desierto del Kalahari, observando lo que comían. Los bosquimanos eran muy serviciales y Lee quiso mostrarles su gratitud, pero no tenía nada que ofrecerles que no alterara su dicta normal y su pauta de actividad habitual. Cuando se acercaban las Navidades supo que probablemente los bosquimanos acamparían al borde del desierto junto a aldeas en las que a veces obtenían carne mediante el comercio. Con la intención de donarles un buey como regalo de Navidad, fue en su jeep de aldea en aldea tratando de encontrar el buey más grande que pudiera comprar. Finalmente localizó en una aldea lejana un animal de proporciones monstruosas, cubierto con una gruesa capa de grasa. Como sucede con muchos pueblos primitivos, los bosquimanos anhelan la carne grasienta porque los animales que cazan son normalmente enjutos y correosos. Al volver al campamento, Lee llevó aparte a sus amigos y les dijo uno a uno que había comprado el buey más grande que jamás había visto y que les iba a dejar que lo sacrificaran en Navidad.
El primer hombre que oyó la buena noticia se alarmó visiblemente. Preguntó a Lee dónde había comprado el buey, de qué color era, cuánto medían sus cuernos, y movió después la cabeza. «Conozco ese buey —dijo—. ¡Si sólo es huesos y pellejo! ¡Tienes que haber estado borracho para comprar ese despreciable animal!» Convencido de que su amigo no sabía realmente de qué buey estaba hablando, Lee se lo confió a otros bosquimanos, encontrando la misma reacción de asombro: «¿Has comprado este animal sin ningún valor? Naturalmente nos lo comeremos —solían decir todos—, pero no nos saciará. Comeremos y nos iremos a casa a dormir con las tripas rugiendo». Cuando llegaron las Navidades y se sacrificó finalmente el buey, la bestia resultó estar verdaderamente cubierta de una gruesa capa de grasa y fue devorada con sumo placer. Había carne y grasa más que suficientes para todo el mundo. Lee se dirigió a sus amigos e insistió en una explicación. «Sí, claro que supimos desde el principio cómo era realmente el buey —admitió un cazador—. Pero, cuando un joven sacrifica mucha carne llega a creerse un hombre importante o un jefe, y considera a todos los demás como sus servidores o sus inferiores. No podemos aceptar esto —continuó—. Rechazamos al que se jacta, porque algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. De ahí que siempre hablemos de la carne que aporta como si fuera despreciable. De esta manera ablandamos su corazón y le hacemos amable.»
Los esquimales explicaban su temor a los donantes de regalos demasiado jactanciosos y generosos con el proverbio: «Los regalos hacen esclavos como los latigazos hacen perros». Y esto es exactamente lo que sucedió. En la perspectiva evolutiva, los donantes de regalos hicieron al principio regalos que provenían de su propio trabajo extra; pronto la gente se encontró con que tenía que trabajar mucho más para corresponder recíprocamente y hacer posible que los donantes les hicieran más regalos; finalmente, los donantes de regalos se volvieron muy poderosos y ya no necesitaban someterse a las reglas de reciprocidad. Podían obligar a la gente a pagar impuestos y a trabajar para ellos sin redistribuir lo que guardaban en sus almacenes y palacios. Por supuesto, como reconocen de vez en cuando políticos y «grandes hombres» modernos, es más fácil obtener «esclavos» que trabajen para uno si se les da de vez en cuando un gran festín en vez de azotarles todo el tiempo.
Si pueblos como los esquimales, los bosquimanos y los semai comprendieron los peligros de donar regalos, ¿por qué permitieron otros que prosperasen los donantes de regalos? Y, ¿por qué se permitió a los «grandes hombres» henchirse de orgullo hasta el punto de esclavizar a la misma gente cuyo trabajo hizo posible su gloria? Una vez más, sospecho que estoy a punto de intentar explicar todo a la vez. Pero permitidme hacer algunas sugerencias.
La reciprocidad es una forma de intercambio económico que se adapta principalmente a condiciones en las que la estimulación de un esfuerzo productivo extra intensivo tendría un efecto adverso para la supervivencia del grupo. Estas condiciones están presentes entre algunos cazadores y recolectores como los esquimales, semai y bosquimanos, cuya supervivencia depende totalmente del vigor de las comunidades naturales de plantas y animales existentes en su hábitat. Si los cazadores ponen en práctica de repente un esfuerzo concertado para capturar más animales y arrancar más plantas, corren el riesgo de deteriorar permanentemente el aprovisionamiento de caza en su territorio.
Lee descubrió, por ejemplo, que los bosquimanos trabajaban para su subsistencia sólo de diez a quince horas por semana. Este descubrimiento destruye eficazmente uno de los mitos de pacotilla de la sociedad industrial: a saber, que tenemos más tiempo libre en la actualidad que antes. Los cazadores y recolectores primitivos trabajan menos que nosotros, sin la ayuda de ningún sindicato, porque sus ecosistemas no pueden tolerar semanas y meses de un esfuerzo extra intensivo. Entre los bosquimanos, las personalidades stajanovistas que van de un lado para otro convenciendo a amigos y parientes para que trabajen más prometiéndoles un gran festín, constituirían una clara amenaza a la sociedad. Si consiguiera que sus seguidores trabajasen como los kaoka durante un mes, el bosquimano que aspira a convertirse en «gran hombre» exterminaría o ahuyentaría a millas de distancia a toda la caza, con lo que su pueblo moriría de hambre antes de finalizar el año. De ahí que entre los bosquimanos predomine la reciprocidad y no la redistribución y que el mayor prestigio corresponda al cazador seguro y discreto, que nunca se jacta de sus hazañas y que evita cualquier insinuación de que hace un regalo cuando divide el animal que ha matado.
La donación de festines competitivos y demás formas de redistribución eliminó la dependencia primordial de la reciprocidad cuando fue posible aumentar la duración e intensidad del trabajo sin infligir daños irreversibles a la capacidad de sustentación del hábitat. Precisamente esto se logró cuando los animales y plantas domesticados sustituyeron a los recursos alimentarios naturales. En líneas generales, cuanto más trabajo se dedica a plantar y criar especies animales, mayor cantidad de alimentos se puede producir. La única dificultad estriba en que la gente no trabaja habitualmente más que lo estrictamente necesario. La redistribución fue la respuesta a este problema. La redistribución comenzó a aparecer a medida que el trabajo requerido para mantener un equilibrio recíproco con productores muy celosos y sedientos de prestigio fue aumentando. A medida que los intercambios recíprocos se volvían asimétricos, se convirtieron en regalos; y cuando éstos se acumularon, los donantes de regalos fueron recompensados con prestigio y contraprestaciones. Pronto predominó la redistribución sobre la reciprocidad y se otorgó mayor prestigio a los donantes de regalos más jactanciosos y calculadores, que engatusaban, avergonzaban y en última instancia obligaban a todo el mundo a trabajar mucho más de lo que un bosquimano hubiera imaginado posible.
Como indica el ejemplo de los kwakiutl, las condiciones adecuadas para el desarrollo de la donación de festines competitivos y de la redistribución también estaban presentes a veces entre poblaciones no agrícolas. Entre los pueblos costeros del Noroeste del Pacífico, las migraciones anuales del salmón, de otros peces migratorios y de los mamíferos marinos proporcionaban el equivalente ecológico de las cosechas agrícolas. El salmón o el «pez bujía» migraban en cantidades tan enormes que cuanto más trabajara la gente más peces podía capturar. Además, siempre que pescaran con redes de inmersión aborígenes, sus capturas no podían influir en las migraciones de desove y agotar el aprovisionamiento del próximo año.
Apartándonos momentáneamente de nuestro examen de los sistemas de prestigio reciprocitarios y redistributivos, podemos conjeturar que cualquier tipo principal de sistema político y económico utiliza el prestigio de una forma característica. Por ejemplo, tras la aparición del capitalismo en la Europa occidental, la adquisición competitiva de riqueza se convirtió una vez más en el criterio fundamental para alcanzar el estatus de «gran hombre». Sólo que en este caso los «grandes hombres» intentaban arrebatarse la riqueza unos a otros, y se otorgaba mayor prestigio y poder al individuo que lograba acumular y sostener la mayor fortuna. Durante los primeros años del capitalismo, se confería el mayor prestigio a los que eran más ricos pero vivían más frugalmente. Más adelante, cuando sus fortunas se hicieron más seguras, la clase alta capitalista recurrió al consumo y despilfarro conspicuos en gran escala para impresionar a sus rivales. Construían grandes mansiones, se vestían con elegancia exclusiva, se adornaban con joyas enormes y hablaban con desprecio de las masas empobrecidas. Entretanto, las clases media y baja continuaban asignando el mayor prestigio a los que trabajaban más, gastaban menos y se oponían con sobriedad a cualquier forma de consumo y despilfarro conspicuos. Pero como el crecimiento de la capacidad industrial comenzaba a saturar el mercado de los consumidores, había que desarraigar a las clases media y baja de sus hábitos vulgares. La publicidad y los medios de comunicación de masas aunaron sus fuerzas para inducir a las clases media y baja a dejar de ahorrar y a comprar, consumir, despilfarrar o gastar cantidades de bienes y servicios cada vez mayores. De ahí que los buscadores de estatus de la clase media confirieran el prestigio más alto al consumidor más importante y más conspicuo.
Pero entretanto, los ricos se vieron amenazados por nuevas medidas fiscales enderezadas a redistribuir su riqueza. El consumo conspicuo por todo lo alto se hizo peligroso, volviéndose así de nuevo a otorgar el mayor prestigio a los que tienen más pero lo demuestran menos. Y como los miembros más prestigiosos de la clase alta ya no hacen alardes de su riqueza, se ha eliminado también algo de la presión sobre la clase media para participar en el consumo conspicuo. Esto me sugiere que el uso de pantalones vaqueros rotos y el rechazo de un consumismo manifiesto entre la juventud actual de la clase media tiene más que ver con la imitación de las corrientes establecidas por la clase alta que con la llamada revolución cultural.
Una última cuestión. Como he mostrado, la sustitución de la reciprocidad por la búsqueda competitiva de estatus hizo posible que poblaciones humanas más extensas sobrevivieran y prosperaran en una región determinada. Sin duda, la cordura de todo el proceso por el que la humanidad fue embaucada para trabajar mucho más con vistas a alimentar más gente en niveles de bienestar material sustancialmente iguales o incluso inferiores a los que gozan pueblos como los esquimales o los bosquimanos, es perfectamente cuestionable. La única respuesta que encuentro ante este desafío es que muchas sociedades primitivas rehusaron aumentar su esfuerzo productivo y no lograron incrementar la densidad de su población precisamente porque descubrieron que las nuevas tecnologías de «ahorrar trabajo» significaban en realidad que tenían que trabajar más, así como sufrir un descenso en los niveles de vida. Pero la suerte de estos pueblos primitivos estaba ya echada tan pronto como alguno de ellos —no importa cuán lejos estuviera situado— cruzara el umbral de la redistribución y alcanzara la estratificación total de clases que se encuentra más allá de éste. Prácticamente todos los cazadores y recolectores reciprocitarios fueron destruidos o desplazados forzosamente a zonas apartadas por las sociedades más poderosas y más grandes que maximizaban la producción y la población y estaban organizadas por clases gobernantes. En el fondo, esta sustitución fue esencialmente una cuestión de la capacidad de las sociedades más grandes, más densas y mejor organizadas para derrotar a los cazadores y recolectores simples en un conflicto armado. Se trataba de trabajar más o de perecer.
http://www.inicia.es/de/diego_reina/filosofia/antropologia/harris_%20potlatch.htm