Lucien Febvre
Pour une histoire à part entière
TRABAJO: evolución de una palabra y de una idea[1]
Desde que existen los hombres, el trabajo no ha dejado de llenar la vida de la mayor parte de ellos. No sé si, como lo dice el Libro de Job (V, 7) en la traducción de Saci, “ellos nacieron para el trabajo como el pájaro para volar”, pero todo ocurre como si el viejo poema tuviese razón. Ahora bien, de las maneras sucesivas y contradictorias como los pueblos (y muy particularmente los pueblos modernos) han apreciado, según los tiempos, los lugares y las circunstancias, el trabajo que se les imponía o que ellos se imponían, sólo sabemos cosas fragmentarias, inciertas e inconexas. Incluso no conocemos la sorprendente aventura de la palabra que ahora empleamos para designar el conjunto de nuestras actividades de conquista cotidiana.
*
* * *
Pues en verdad, es una extraña aventura la de la palabra que, partiendo del sentido de tortura (tripaliare, torturar con el tripalium, la máquina de tres pies), sustituyó durante el siglo XVI, en el vocabulario francés, a las dos viejas palabras usadas anteriormente: la una, labourer, [arar, labrar], que los labradores acaparaban cada vez más (en espera de que los “trabajadores de laboratorio” le devolvieran algún prestigio intelectual); la otra, ouvrer [labrar, fabricar, obrar, trabajar], que no serviría más que a las damas patronas en sus ouvroirs [obradores, talleres], si nuestros obreros no procedieran siempre de ella. Pero el trabajo guardaba, aún en el siglo XVII, la marca de sus orígenes. A veces, continuaba implicando molestia, agobio, sufrimiento, también humillación[2].
Cuando los Solitarios de Port-Royal, al retomar por su cuenta la tradición de las Órdenes monásticas, se pusieron a buscar algún medio de penitencia verdaderamente eficaz que pudiera aportarles toda la mortificación requerida, pensaron inmediatamente en el trabajo manual. Y se vio al Sr. Le Maître, “al no saber qué inventar para humillarse a sí mismo”, recurrir a las labores del campo, cavar la tierra, segar los trigos, cosechar el heno bajo el calor del medio día; después, dedicarse nuevamente al estudio tenaz del hebreo que él devoraba[3], al salir de esos trabajos manuales que juzgaba, que se juzgaba en torno a él como más mortificantes que penosos. Pero este trabajo del espíritu, por duro que fuera, no era penitencia. El Sr. Le Maître no tenía por qué enrojecerse por ello. Por el contrario, los Solitarios se enrojecían (y después se acusaban de haber enrojecido) cuando los trataban de “rústicos” porque algunos de ellos se habían dedicado, para humillarse más, a hacer zapatos. Y Boileau creía necesario vengarlos de esos sarcasmos con chistes[4]. ¿No se estaba, por lo demás, en la época en que el trabajo degradaba, en el sentido estricto de la palabra, dado que el noble del campo perdía su nobleza si empuñaba la pala del jardinero o la mancera del labrador?
El optimista siglo XVIII trató claramente de reaccionar y, si no de ennoblecer, al menos de justificar el trabajo. Pero también aquí estamos desprovistos. Según lo que conozco, no existe ningún trabajo que estudie las vicisitudes de la idea de trabajo en el siglo de los Fisiócratas y de los Economistas. Y sin embargo ¿cuántas investigaciones por hacer y cuál evolución por reconstituir? El trabajo, ese sufrimiento: es aún la noción de Charles-Louis de Secondat de Montesquieu, Presidente del Parlamento de Burdeos, feliz de liberar su conciencia al persuadirse de que al precio de pequeñas ventajas, de “pequeños privilegios”, como él dice, “por muy penosos que sean los trabajos que la Sociedad exige, se puede hacer todo con hombres libres”[5]. El trabajo, ese crédito: es ya el sentimiento de Denis Diderot, hijo del maestro cuchillero de Langres; “las fortunas serán legítimamente repartidas cuando la repartición sea proporcional a la industria y a los trabajos de cada uno” (a los trabajos y todavía no al trabajo). La fórmula no se ha encontrado, pero comienza ya a buscarse, la que todos los “reformadores” del siglo XIX propondrán a sus adeptos para resolver el problema primordial, el problema de la repartición de los productos entre Trabajo, Capital y Talento. Pero, Capital, la palabra no es aún del siglo XVIII. El trabajo del cual hablaban los hombres de esa época, es el trabajo del labrador o del artesano; el trabajo que procura el pan cotidiano y el vestido, pero que no tiende a procurar la riqueza; el trabajo que, por lo demás, salva al trabajador del más grande de los vicios, del vicio que engendra todos los otros según la vieja tradición cristiana: la ociosidad. La gran revolución no se ha cumplido, aquella que señala Michelet en el admirable (y tan poco conocido) prefacio de su Historia del siglo XIX, cuando nos muestra a la Vieja Inglaterra, la de los hombres del campo, esfumándose en un cuarto de siglo para dar lugar “a un pueblo de obreros encerrado en las manufacturas”. Trabajadores del siglo XVIII, trabajadores de los oficios, de esos oficios a los cuales se asoman, curiosamente, los Enciclopedistas y de los cuales hacen revivir, en sus admirables planchas, el ingenioso utillaje y la libre labor. Y es necesario anotarlo, pues no se hace: no se puede hacer una Historia del Trabajo sin hacer al mismo tiempo la historia de los medios de trabajo, la historia de las herramientas, la historia de las técnicas. Sin contar, desde que se aborda el siglo XIX, la marcha conquistadora de la máquina y de la “fábrica”[6] asociadas. Con todas sus consecuencias, todas sus repercusiones humanas...
De hecho, tan pronto como a comienzos del siglo XIX toda una literatura histórica, económica y social comenzó a inquietarse con lo que hoy denominamos los problemas del trabajo, fue siempre con la idea de pobreza, de miseria, de explotación que los hombres de esa época asociaron, en sus libros y a la vez en sus preocupaciones, la idea de trabajo. Trátese de Buret inquietándose en 1840 De la miseria de las clases laboriosas en Inglaterra, de Boyer tratando en 1841 Del estado de los obreros y de su mejoramiento por la organización del trabajo, de Michel Chevalier escribiendo en 1848 sus Cartas sobre la organización del trabajo o estudio sobre las principales causas de la miseria, o de veinte escritores más que publican en ese tiempo, con títulos parecidos, libros análogos: trabajo y pauperismo, “Clases laboriosas” y “Clases que sufren” (son los títulos de dos artículos sucesivos de Cochut en la Revue des Deux Mondes, de 1842); siempre por todas partes, miseria, trabajo, organización y caridad se encuentran asociados en la pluma de los investigadores sociales más diversos y más opuestos.
Sin embargo, los teóricos reaccionan y se esfuerzan por devolver la honra al trabajo. Devolverle sus derechos y definírselos. Pero primero, de maldición que agobia a los infelices, y sólo a los desgraciados, transformarlo en un verdadero deber social obligatorio para todos: en deber amable, lo que lo rehabilita tanto como esa primera promoción. El trabajo “es odioso en civilización por la insuficiencia de salario, por la inquietud de que falte, por la injusticia de los patronos, la tristeza de los talleres, su larga duración y la uniformidad de las funciones”. Así escribe Fourier, a quien Cabet inmediatamente le replica: “Cada uno tiene el deber de trabajar el mismo número de horas por día, según sus medios, y el derecho de recibir una parte igual, según sus necesidades, de todos los productos”. Así planteado, “es general y obligatorio para todos”. Se lo eleva a la dignidad de “función pública”. Se realiza en los grandes talleres y allí se lo hace lo más atractivo posible, corto y facilitado por las máquinas.
Desde entonces, no es nada sorprendente que, finalmente, las clases laboriosas hayan conquistado el derecho a la Historia, porque ellas eran obreras y ya no porque fueran miserables. Les llegó una dignidad que comienza a serles envidiada por todas partes. Anteriormente, el epíteto de artesano, el epíteto de labrador era “vil”. “Los artesanos —escribía el viejo Loyseau en su Tratado de los órdenes en 1613— son propiamente mecánicos y reputados como personas viles”, y de hecho, añadía, “llamamos comúnmente mecánico a lo que es vil y abyecto”. ¿Y a los labradores? Por supuesto, “no hay vida más inocente que la suya, ni de mayor provecho según natura”; pero ¿qué? En Francia “son tan rebajados, es decir oprimidos, son a tal punto considerados como personas viles que uno se sorprende al ver que aún existan para alimentarnos” (1613). Pero tres siglos más tarde ¿a quién se alaba con el título de trabajadores? Existen los de la pluma como existen los del cepillo de carpintería. Y los muchachos de “fuertes bíceps” que sostienen la mancera de la carreta, abren el surco, siegan, secan el heno, o en sus viñedos, sobre la abrupta pendiente no dejan de subir la cuesta que siempre baja, se sorprenden al escuchar al escritor en vacaciones, al pedagogo, al músico, al cantante, al comediante, hablar de su “trabajo”, es decir, de las reivindicaciones de los Trabajadores Intelectuales; o de los Trabajadores del Espectáculo en el Sindicato al cual él pertenece como un trabajador carga-ladrillos de los trabajos pesados. Es memorable esa frase que nos cuenta Jules Renard en su Journal de 1901 (p. 690): “Ella está muy feliz —dice un marido de su mujer— al hacer un trabajo que se ve. ¡Yo trabajo más que ella y no se ve!”.
Sin embargo, el Collège de France, fiel a su misión cuatro veces secular, creaba en 1907 la primera cátedra de Historia del Trabajo que se haya visto funcionar en Francia; se le confiará primero a Georges Renard y luego a François Simiand; y la dificultad para estos maestros radicará en definir el sentido de una palabra, trabajo, que amenazaba con abarcar a todos los hombres —y a todas las mujeres— de nuestras sociedades contemporáneas. Pues un hombre de mi edad ha visto con sus propios ojos, entre 1880 y 1940, cumplirse la gran decadencia del hombre que no hace nada, del hombre que no trabaja, del ocioso rentista; y comienzo —con el retraso conveniente— del descrédito de la mujer “sin profesión”. Rentistas hoy (quiero decir hombres que tienen el coraje cívico de calificarse como tales) no se cuentan más de dos por cada cien franceses. No mucho más de lo se cuenta en nuestro país de nómades, detenidos, hospitalizados.
Así acaba el ciclo. Se parte del trabajo-tortura para llegar (al menos si se cree en los vocablos optimistas) al trabajo en el goce, ese hijo del “trabajo atractivo”, soñado y descrito por nuestro viejo Fourier. Se parte, o más modestamente se debería partir, pues nada de todo esto se ha hecho. Toda esta evolución queda por ser precisada, por fijarse en detalle. Cuando se haya cumplido esta labor necesaria, nos podremos jactar de haber realizado, con la ayuda de una sola palabra, un bello corte de historia psicológica y social a través de cuatro siglos de historia francesa.
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* * *
De ese corte preciso y detallado, sólo podemos pues dar hoy un esquema excesivamente simplificado, dada la ausencia de estudios serios y avanzados. El trazado en forma de dientes de sierra, tal como resultaría directamente de los hechos, debemos sustituirlo, por el momento, por el gran rasgo corriente y regular de una media completamente aproximativa. Con ella se consuela el economista. Su hermano enemigo, el historiador, se declara ante ella naturalmente afligido.
Esto se debe a que nada de lo que atañe al hombre es simple. Y para tomar un solo ejemplo, pero que nos sea familiar, si observamos muy especialmente de cerca la evolución de las ideas engendradas por la actividad laboriosa de los hombres, en el momento preciso en que trabajo comienza a cambiar su sentido mal afamado de tortura por el sentido, por lo menos más elevado, de ocupación laboriosa, constatamos que entonces los hombres del siglo XVI, los hombres del Renacimiento, esos precursores, trataban precisamente de llevar a cabo una rehabilitación vigorosa del trabajo manual, una exaltación del hombre que gana su pan con el sudor de su frente[7]. A Rabelais, que levanta rápidamente el croquis de Frère Jean, el monje paradójico que nunca ha sido ocioso, que siempre trabaja con sus manos y que, incluso en el coro, durante la salmodia, ocupa sus dedos en fabricar cuerdas de ballesta, en pulir dardos, en hacer redes y trampas para conejos[8], responde el Ronsard de las 0das (lll, lV):
Je hais les mains qui sont oisives;
Qu'on se depeche vitement!
Là doncq, ami, de corde neuve
Ranime ton luc endormi...*
Al profundizar la investigación percibiríamos cosas extrañas: por ejemplo, que la burguesía laboriosa de esa época no se dirige solamente, en nombre de su labor, contra la ociosidad monacal, sino también contra la ociosidad nobiliaria. Hubo allí toda una ofensiva que sería tentador trazar, si se tuviera ratos de ocio para hacerlo. Tras los voceros líricos del siglo —es un signo en todo caso— se ve aparecer, movilizados por el mismo motivo, a los teólogos, esos jefes, esos guías, esos amplificadores.
Así como es laborioso y no ocioso a la manera del Dios de Aristóteles, el Dios de la tradición judeocristiana, así también son laboriosos, y laboriosos con sus manos, esos héroes de ambos Testamentos cuyo constante valor de ejemplo y de referencia se conoce en ese entonces. ¿No era Jesús mismo un “trabajador manual”, albañil o carpintero como su padre José?
Y en cuanto a sus discípulos, los apóstoles, incluso si ellos no aprobaban la amarga afirmación del Eclesiastés (IX,10): “Todo lo que tu mano encuentre para hacer con tu fuerza hazlo, pues no hay ni obra, ni pensamiento, ni ciencia, ni sabiduría en la compañía de los muertos a donde tú vas”, no por ello dejaban de cumplir con resignación su dura vida de pescadores o de artesanos. Para ejemplo de hombres que, más que nunca, se referían a ellos y a sus enseñanzas.
Todo esto retomado, vuelto a decir por la voz que tuvo sin lugar a dudas —con la de Platón— la más grande audiencia entre los franceses del Renacimiento: la voz del apóstol Pablo, que enseñaba a los tesalonicenses que sólo el trabajo asegura al obrero su dignidad y su independencia, que la mejor alabanza es la de “no haber comido gratuitamente el pan de nadie” y, finalmente, que quien no trabaja no debe tampoco comer[9]. Pero Platón, por su parte, la otra gran luz del siglo, el Platón de la República no concebía ciudadano sin función ni trabajo[10]. Y cuando Jean Calvin se estableció en Estrasburgo debió inscribirse en los registros de la corporación de talladores y se felicitó sin duda de ese acuerdo entre la ley de la Ciudad y la de la Ciudad platónica, interpretada a través de las enseñanzas de Pablo[11].
Así se explica que en el siglo XVI una especie de ola de fondo haya sacado a la luz el culto, la glorificación del trabajo manual. Recordemos, en Basilea, al viejo Platter, autodidacta de genio, a quien sus discípulos debían ir a buscar a su taller de cordelero para que viniese con su gran delantal y sus rudas manos callosas a enseñarles hebreo. Pero él no era el único que en ese tiempo heroico cumplía el voto que formula en la Verdad oculta ante cien años (1533), la Dama Verdad en persona:
Peuple, laboures loyaument
De tes mains, vivant justement...
Ainsi l´apostre nous instruict
Qui besognoit et jour et nuict...*
San Pablo, Platón; había aún algo más que el historiador de la noción de trabajo debería sacar aquí a plena luz: la voz de todo un siglo, piadoso aún y profundamente cristiano, profundamente ansioso de verdad cristiana, pero “que ya no se remite a la Providencia para que ella asegure su sustento, y que, dando deliberadamente la espalda a la lección franciscana y al Pobre de Asís, se dejan caer en masa en las seducciones del capitalismo naciente, plantea el trabajo como la ley suprema del hombre, que lucha por gobernar la suerte y captar la riqueza: eI trabajo que hace vivir, que permite ganar, que permite dominar.
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Sin embargo, punto de acción sin reacción. En el mito de El Político —mito que Platón retomara en el libro IV de Las Leyes— la esfera del mundo se mueve alternativamente en uno y otro sentido. Esta es la edad de oro, la edad de Cronos; ni ciudad, ni familia, ni agricultura, ni trabajo; sólo la contemplación aproxima el hombre a los Dioses. Luego viene la edad de Zeus: leyes, invenciones, todo el esfuerzo de una labor paciente y dolorosa. En el siglo XVI existen aquellos que siguen a Zeus, pero frente a estos existen también los Saturninos retrasados, que protestan y que no entienden —de acuerdo con la tradición griega y romana” que un labrador inoportuno y grosero les perturbe en su serenidad de contemplativos. Esos aristócratas, detentadores del saber griego y latino, reproducen en sí mismos la altivez de los viejos maestros, ociosos con sus manos, puesto que el esclavo trabajaba para ellos. Y son quienes inauguran el menosprecio por los artesanos, los obreros, los mecánicos —como decían. Desde lo alto de su Thesaurus y de sus Canciones*, tendrán una larga progenitura. De Erasmo, a través de los Colegios de los Jesuitas, alcanzarán los Colegios de la Universidad Imperial, luego los Colegios Reales de la Restauración. Los últimos de estos no mueren antes del fin mismo del siglo XIX.
Con un sólo ejemplo, se ve cuánto en realidad puede y debe ser complicada la curva muy sumaria de las medias, tal como la hemos reproducido y comentado, por la labor paciente del historiador, si se quiere alcanzar lo único que importa: los matices cambiantes, las mil variaciones de la vida histórica, los mil encuentros de corrientes distintas. Hasta el presente el historiador no ha cumplido con esta labor. Nadie se ha preocupado aún por tratar este magnífico tema, la historia moderna de la idea de trabajo, la historia de la idea de trabajo desde que en Francia la palabra Trabajo sirve para designarla. Y debemos contentarnos provisionalmente con hacer más o menos lo que debió hacer Simiand para construir las curvas de su historia de los precios: utilizar los datos, a menudo inexactos, siempre insuficientes debido a recopilaciones sin exigencias críticas. La curva cómoda, fácil y sin rigor con la que estamos reducidos a contentarnos traduce al menos la tendencia, el trend, como dicen nuestros economistas usando una palabra inglesa. Y la tendencia es clara. Trabajo, dura ley. Pero nada impedirá al hombre trabajar, luchar para que él se vuelva un día la dulce ley del mundo. Desde ahora se trabaja para eso. Y se ayuda precisamente de las técnicas que inventa, técnicas que, como se ve, tenemos razón en unir, para el estudio y para la discusión, con la noción misma de trabajo y con su historia.
Traducido por Luis Alfonso Paláu
para todos los que no escapan a la magia del Renacimiento
Medellín, Abril 24-25/1990.
[1]. Journal de psychologie normale et pathologique, Enero-marzo, 1948, pp.,19-28.
[2]. La palabra trabajo es empleada aún en pleno siglo XVII, y por buenos autores, en el sentido de fatiga: “Calamus había subido a un caballo..., pero al no poder soportar el trabajo, se hizo llevar en una litera”. También (en Bossuet): “La Iglesia por los piadosos trabajos que siente por los moribundos...”. El sentido aquí es de inquietud, solicitud, cf. Brunot, Histoire de la langue francaise, t. VI, IIa parte fasc. 1, p. 1349.
[3]. Cf. Sainte-Beuve, Port-Royal, I, p. 392. Cf. también III, p. 322.
[4]. Sainte-Beuve, Ibid. t. I, p. 500. A un jesuita que sostenía que hasta Pascal había hecho zapatos: “Yo no sé... Pero convenid mi R. P. que él os ha dado excelentes botas [os ha propinado famosas estocadas] [Juego de palabras, t.].
[5]. Espíritu de las leyes, libro XV, cap. 8. El capítulo se titula: “Inutilidad de la Esclavitud entre nosotros”. “Se puede con la comodidad de las máquinas suplir el trabajo forzado que en otra parte se obliga a hacer a los esclavos”. Pero sobre esas máquinas precisamente, ver un curioso texto del mismo Montesquieu que debe añadirse al excelente esbozo de Marc Bloch sobre El molino de agua, en los Annales d´Histoire économique et sociale (t. VlI, p. 538): “Si los molinos de agua no estuviesen establecidos por todas partes, yo no los creería tan útiles como se dice, porque ellos han vuelto inactivos una infinidad de brazos, han privado a mucha gente del uso de las aguas y han hecho perder la fecundidad a muchas tierras” (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 15). También esta nota de Montesquieu (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 28): “El clero, el príncipe, las ciudades, los grandes, algunos ciudadanos principales se han vuelto insensiblemente propietarios de todo el condado; ... e/ hombre de trabajo no tiene nada”.
[6]. Habrá lugar de hacer la historia de esta expresión.
[7]. Buenas reflexiones a este respecto en el libro de Víctor Monod, El problema de Dios y la teología cristiana desde la Reforma, estudio histórico, (Tesis, Fac. libre de Teología, Montauban), 1910. Recojo de la Dedicatoria de Jacques Peletier en El arte poético de 1557 este texto significativo: “Un hombre bien nacido no debe tener muchas ocupaciones que secunden las unas a las otras”.
[8]. Gargantúa, XI.
* Traducción tentativa: “Odio las manos que son ociosas/ Movámonos rápidamente/ ¡Eh! tú, amigo, de cuerda nueva/ Reanima tu [...] adormecido” (t).
[9]. IIa Tesalonicenses, III, 8 y 10.
[10]. Hablamos del Platón de la República. Pero no olvidamos que Plutarco, en la Vida de Marcelo, XIV, 5, relatando la condena que oponía Platón a los hombres como Eudoxio o Arquitas, quienes pretendían construir instrumentos para resolver problemas difíciles de geometría, escribe que Platón se indignaba con la pretensión de ellos de resolver dificultades intelectuales recurriendo a objetos “confeccionados laboriosa y servilmente por la mano”.
[11]. De allí el capítulo De artificiis de Tomás Moro (Liber Secundus ed. Marie Delcourt, Paris, Droz, 1936, pp. 112 ss.), capítulo en el cual Moro habla de magistrados encargados de Cuidar de que nadie permanezca sin trabajo, que ejerza concienzudamente su oficio y consagre a él tres horas en la mañana y tres horas en la tarde. Con libertad de trabajar aún en sus horas libres, si lo deseaban.
* Traducción tentativa: “Pueblo, labora lealmente/ Con tus manos, viviendo con justicia/ Así nos instruye el apóstol/ Quien trabaja día y noche...” (t).
* Esta palabra aparece en español en el texto (t).
Pour une histoire à part entière
TRABAJO: evolución de una palabra y de una idea[1]
Desde que existen los hombres, el trabajo no ha dejado de llenar la vida de la mayor parte de ellos. No sé si, como lo dice el Libro de Job (V, 7) en la traducción de Saci, “ellos nacieron para el trabajo como el pájaro para volar”, pero todo ocurre como si el viejo poema tuviese razón. Ahora bien, de las maneras sucesivas y contradictorias como los pueblos (y muy particularmente los pueblos modernos) han apreciado, según los tiempos, los lugares y las circunstancias, el trabajo que se les imponía o que ellos se imponían, sólo sabemos cosas fragmentarias, inciertas e inconexas. Incluso no conocemos la sorprendente aventura de la palabra que ahora empleamos para designar el conjunto de nuestras actividades de conquista cotidiana.
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Pues en verdad, es una extraña aventura la de la palabra que, partiendo del sentido de tortura (tripaliare, torturar con el tripalium, la máquina de tres pies), sustituyó durante el siglo XVI, en el vocabulario francés, a las dos viejas palabras usadas anteriormente: la una, labourer, [arar, labrar], que los labradores acaparaban cada vez más (en espera de que los “trabajadores de laboratorio” le devolvieran algún prestigio intelectual); la otra, ouvrer [labrar, fabricar, obrar, trabajar], que no serviría más que a las damas patronas en sus ouvroirs [obradores, talleres], si nuestros obreros no procedieran siempre de ella. Pero el trabajo guardaba, aún en el siglo XVII, la marca de sus orígenes. A veces, continuaba implicando molestia, agobio, sufrimiento, también humillación[2].
Cuando los Solitarios de Port-Royal, al retomar por su cuenta la tradición de las Órdenes monásticas, se pusieron a buscar algún medio de penitencia verdaderamente eficaz que pudiera aportarles toda la mortificación requerida, pensaron inmediatamente en el trabajo manual. Y se vio al Sr. Le Maître, “al no saber qué inventar para humillarse a sí mismo”, recurrir a las labores del campo, cavar la tierra, segar los trigos, cosechar el heno bajo el calor del medio día; después, dedicarse nuevamente al estudio tenaz del hebreo que él devoraba[3], al salir de esos trabajos manuales que juzgaba, que se juzgaba en torno a él como más mortificantes que penosos. Pero este trabajo del espíritu, por duro que fuera, no era penitencia. El Sr. Le Maître no tenía por qué enrojecerse por ello. Por el contrario, los Solitarios se enrojecían (y después se acusaban de haber enrojecido) cuando los trataban de “rústicos” porque algunos de ellos se habían dedicado, para humillarse más, a hacer zapatos. Y Boileau creía necesario vengarlos de esos sarcasmos con chistes[4]. ¿No se estaba, por lo demás, en la época en que el trabajo degradaba, en el sentido estricto de la palabra, dado que el noble del campo perdía su nobleza si empuñaba la pala del jardinero o la mancera del labrador?
El optimista siglo XVIII trató claramente de reaccionar y, si no de ennoblecer, al menos de justificar el trabajo. Pero también aquí estamos desprovistos. Según lo que conozco, no existe ningún trabajo que estudie las vicisitudes de la idea de trabajo en el siglo de los Fisiócratas y de los Economistas. Y sin embargo ¿cuántas investigaciones por hacer y cuál evolución por reconstituir? El trabajo, ese sufrimiento: es aún la noción de Charles-Louis de Secondat de Montesquieu, Presidente del Parlamento de Burdeos, feliz de liberar su conciencia al persuadirse de que al precio de pequeñas ventajas, de “pequeños privilegios”, como él dice, “por muy penosos que sean los trabajos que la Sociedad exige, se puede hacer todo con hombres libres”[5]. El trabajo, ese crédito: es ya el sentimiento de Denis Diderot, hijo del maestro cuchillero de Langres; “las fortunas serán legítimamente repartidas cuando la repartición sea proporcional a la industria y a los trabajos de cada uno” (a los trabajos y todavía no al trabajo). La fórmula no se ha encontrado, pero comienza ya a buscarse, la que todos los “reformadores” del siglo XIX propondrán a sus adeptos para resolver el problema primordial, el problema de la repartición de los productos entre Trabajo, Capital y Talento. Pero, Capital, la palabra no es aún del siglo XVIII. El trabajo del cual hablaban los hombres de esa época, es el trabajo del labrador o del artesano; el trabajo que procura el pan cotidiano y el vestido, pero que no tiende a procurar la riqueza; el trabajo que, por lo demás, salva al trabajador del más grande de los vicios, del vicio que engendra todos los otros según la vieja tradición cristiana: la ociosidad. La gran revolución no se ha cumplido, aquella que señala Michelet en el admirable (y tan poco conocido) prefacio de su Historia del siglo XIX, cuando nos muestra a la Vieja Inglaterra, la de los hombres del campo, esfumándose en un cuarto de siglo para dar lugar “a un pueblo de obreros encerrado en las manufacturas”. Trabajadores del siglo XVIII, trabajadores de los oficios, de esos oficios a los cuales se asoman, curiosamente, los Enciclopedistas y de los cuales hacen revivir, en sus admirables planchas, el ingenioso utillaje y la libre labor. Y es necesario anotarlo, pues no se hace: no se puede hacer una Historia del Trabajo sin hacer al mismo tiempo la historia de los medios de trabajo, la historia de las herramientas, la historia de las técnicas. Sin contar, desde que se aborda el siglo XIX, la marcha conquistadora de la máquina y de la “fábrica”[6] asociadas. Con todas sus consecuencias, todas sus repercusiones humanas...
De hecho, tan pronto como a comienzos del siglo XIX toda una literatura histórica, económica y social comenzó a inquietarse con lo que hoy denominamos los problemas del trabajo, fue siempre con la idea de pobreza, de miseria, de explotación que los hombres de esa época asociaron, en sus libros y a la vez en sus preocupaciones, la idea de trabajo. Trátese de Buret inquietándose en 1840 De la miseria de las clases laboriosas en Inglaterra, de Boyer tratando en 1841 Del estado de los obreros y de su mejoramiento por la organización del trabajo, de Michel Chevalier escribiendo en 1848 sus Cartas sobre la organización del trabajo o estudio sobre las principales causas de la miseria, o de veinte escritores más que publican en ese tiempo, con títulos parecidos, libros análogos: trabajo y pauperismo, “Clases laboriosas” y “Clases que sufren” (son los títulos de dos artículos sucesivos de Cochut en la Revue des Deux Mondes, de 1842); siempre por todas partes, miseria, trabajo, organización y caridad se encuentran asociados en la pluma de los investigadores sociales más diversos y más opuestos.
Sin embargo, los teóricos reaccionan y se esfuerzan por devolver la honra al trabajo. Devolverle sus derechos y definírselos. Pero primero, de maldición que agobia a los infelices, y sólo a los desgraciados, transformarlo en un verdadero deber social obligatorio para todos: en deber amable, lo que lo rehabilita tanto como esa primera promoción. El trabajo “es odioso en civilización por la insuficiencia de salario, por la inquietud de que falte, por la injusticia de los patronos, la tristeza de los talleres, su larga duración y la uniformidad de las funciones”. Así escribe Fourier, a quien Cabet inmediatamente le replica: “Cada uno tiene el deber de trabajar el mismo número de horas por día, según sus medios, y el derecho de recibir una parte igual, según sus necesidades, de todos los productos”. Así planteado, “es general y obligatorio para todos”. Se lo eleva a la dignidad de “función pública”. Se realiza en los grandes talleres y allí se lo hace lo más atractivo posible, corto y facilitado por las máquinas.
Desde entonces, no es nada sorprendente que, finalmente, las clases laboriosas hayan conquistado el derecho a la Historia, porque ellas eran obreras y ya no porque fueran miserables. Les llegó una dignidad que comienza a serles envidiada por todas partes. Anteriormente, el epíteto de artesano, el epíteto de labrador era “vil”. “Los artesanos —escribía el viejo Loyseau en su Tratado de los órdenes en 1613— son propiamente mecánicos y reputados como personas viles”, y de hecho, añadía, “llamamos comúnmente mecánico a lo que es vil y abyecto”. ¿Y a los labradores? Por supuesto, “no hay vida más inocente que la suya, ni de mayor provecho según natura”; pero ¿qué? En Francia “son tan rebajados, es decir oprimidos, son a tal punto considerados como personas viles que uno se sorprende al ver que aún existan para alimentarnos” (1613). Pero tres siglos más tarde ¿a quién se alaba con el título de trabajadores? Existen los de la pluma como existen los del cepillo de carpintería. Y los muchachos de “fuertes bíceps” que sostienen la mancera de la carreta, abren el surco, siegan, secan el heno, o en sus viñedos, sobre la abrupta pendiente no dejan de subir la cuesta que siempre baja, se sorprenden al escuchar al escritor en vacaciones, al pedagogo, al músico, al cantante, al comediante, hablar de su “trabajo”, es decir, de las reivindicaciones de los Trabajadores Intelectuales; o de los Trabajadores del Espectáculo en el Sindicato al cual él pertenece como un trabajador carga-ladrillos de los trabajos pesados. Es memorable esa frase que nos cuenta Jules Renard en su Journal de 1901 (p. 690): “Ella está muy feliz —dice un marido de su mujer— al hacer un trabajo que se ve. ¡Yo trabajo más que ella y no se ve!”.
Sin embargo, el Collège de France, fiel a su misión cuatro veces secular, creaba en 1907 la primera cátedra de Historia del Trabajo que se haya visto funcionar en Francia; se le confiará primero a Georges Renard y luego a François Simiand; y la dificultad para estos maestros radicará en definir el sentido de una palabra, trabajo, que amenazaba con abarcar a todos los hombres —y a todas las mujeres— de nuestras sociedades contemporáneas. Pues un hombre de mi edad ha visto con sus propios ojos, entre 1880 y 1940, cumplirse la gran decadencia del hombre que no hace nada, del hombre que no trabaja, del ocioso rentista; y comienzo —con el retraso conveniente— del descrédito de la mujer “sin profesión”. Rentistas hoy (quiero decir hombres que tienen el coraje cívico de calificarse como tales) no se cuentan más de dos por cada cien franceses. No mucho más de lo se cuenta en nuestro país de nómades, detenidos, hospitalizados.
Así acaba el ciclo. Se parte del trabajo-tortura para llegar (al menos si se cree en los vocablos optimistas) al trabajo en el goce, ese hijo del “trabajo atractivo”, soñado y descrito por nuestro viejo Fourier. Se parte, o más modestamente se debería partir, pues nada de todo esto se ha hecho. Toda esta evolución queda por ser precisada, por fijarse en detalle. Cuando se haya cumplido esta labor necesaria, nos podremos jactar de haber realizado, con la ayuda de una sola palabra, un bello corte de historia psicológica y social a través de cuatro siglos de historia francesa.
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De ese corte preciso y detallado, sólo podemos pues dar hoy un esquema excesivamente simplificado, dada la ausencia de estudios serios y avanzados. El trazado en forma de dientes de sierra, tal como resultaría directamente de los hechos, debemos sustituirlo, por el momento, por el gran rasgo corriente y regular de una media completamente aproximativa. Con ella se consuela el economista. Su hermano enemigo, el historiador, se declara ante ella naturalmente afligido.
Esto se debe a que nada de lo que atañe al hombre es simple. Y para tomar un solo ejemplo, pero que nos sea familiar, si observamos muy especialmente de cerca la evolución de las ideas engendradas por la actividad laboriosa de los hombres, en el momento preciso en que trabajo comienza a cambiar su sentido mal afamado de tortura por el sentido, por lo menos más elevado, de ocupación laboriosa, constatamos que entonces los hombres del siglo XVI, los hombres del Renacimiento, esos precursores, trataban precisamente de llevar a cabo una rehabilitación vigorosa del trabajo manual, una exaltación del hombre que gana su pan con el sudor de su frente[7]. A Rabelais, que levanta rápidamente el croquis de Frère Jean, el monje paradójico que nunca ha sido ocioso, que siempre trabaja con sus manos y que, incluso en el coro, durante la salmodia, ocupa sus dedos en fabricar cuerdas de ballesta, en pulir dardos, en hacer redes y trampas para conejos[8], responde el Ronsard de las 0das (lll, lV):
Je hais les mains qui sont oisives;
Qu'on se depeche vitement!
Là doncq, ami, de corde neuve
Ranime ton luc endormi...*
Al profundizar la investigación percibiríamos cosas extrañas: por ejemplo, que la burguesía laboriosa de esa época no se dirige solamente, en nombre de su labor, contra la ociosidad monacal, sino también contra la ociosidad nobiliaria. Hubo allí toda una ofensiva que sería tentador trazar, si se tuviera ratos de ocio para hacerlo. Tras los voceros líricos del siglo —es un signo en todo caso— se ve aparecer, movilizados por el mismo motivo, a los teólogos, esos jefes, esos guías, esos amplificadores.
Así como es laborioso y no ocioso a la manera del Dios de Aristóteles, el Dios de la tradición judeocristiana, así también son laboriosos, y laboriosos con sus manos, esos héroes de ambos Testamentos cuyo constante valor de ejemplo y de referencia se conoce en ese entonces. ¿No era Jesús mismo un “trabajador manual”, albañil o carpintero como su padre José?
Y en cuanto a sus discípulos, los apóstoles, incluso si ellos no aprobaban la amarga afirmación del Eclesiastés (IX,10): “Todo lo que tu mano encuentre para hacer con tu fuerza hazlo, pues no hay ni obra, ni pensamiento, ni ciencia, ni sabiduría en la compañía de los muertos a donde tú vas”, no por ello dejaban de cumplir con resignación su dura vida de pescadores o de artesanos. Para ejemplo de hombres que, más que nunca, se referían a ellos y a sus enseñanzas.
Todo esto retomado, vuelto a decir por la voz que tuvo sin lugar a dudas —con la de Platón— la más grande audiencia entre los franceses del Renacimiento: la voz del apóstol Pablo, que enseñaba a los tesalonicenses que sólo el trabajo asegura al obrero su dignidad y su independencia, que la mejor alabanza es la de “no haber comido gratuitamente el pan de nadie” y, finalmente, que quien no trabaja no debe tampoco comer[9]. Pero Platón, por su parte, la otra gran luz del siglo, el Platón de la República no concebía ciudadano sin función ni trabajo[10]. Y cuando Jean Calvin se estableció en Estrasburgo debió inscribirse en los registros de la corporación de talladores y se felicitó sin duda de ese acuerdo entre la ley de la Ciudad y la de la Ciudad platónica, interpretada a través de las enseñanzas de Pablo[11].
Así se explica que en el siglo XVI una especie de ola de fondo haya sacado a la luz el culto, la glorificación del trabajo manual. Recordemos, en Basilea, al viejo Platter, autodidacta de genio, a quien sus discípulos debían ir a buscar a su taller de cordelero para que viniese con su gran delantal y sus rudas manos callosas a enseñarles hebreo. Pero él no era el único que en ese tiempo heroico cumplía el voto que formula en la Verdad oculta ante cien años (1533), la Dama Verdad en persona:
Peuple, laboures loyaument
De tes mains, vivant justement...
Ainsi l´apostre nous instruict
Qui besognoit et jour et nuict...*
San Pablo, Platón; había aún algo más que el historiador de la noción de trabajo debería sacar aquí a plena luz: la voz de todo un siglo, piadoso aún y profundamente cristiano, profundamente ansioso de verdad cristiana, pero “que ya no se remite a la Providencia para que ella asegure su sustento, y que, dando deliberadamente la espalda a la lección franciscana y al Pobre de Asís, se dejan caer en masa en las seducciones del capitalismo naciente, plantea el trabajo como la ley suprema del hombre, que lucha por gobernar la suerte y captar la riqueza: eI trabajo que hace vivir, que permite ganar, que permite dominar.
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Sin embargo, punto de acción sin reacción. En el mito de El Político —mito que Platón retomara en el libro IV de Las Leyes— la esfera del mundo se mueve alternativamente en uno y otro sentido. Esta es la edad de oro, la edad de Cronos; ni ciudad, ni familia, ni agricultura, ni trabajo; sólo la contemplación aproxima el hombre a los Dioses. Luego viene la edad de Zeus: leyes, invenciones, todo el esfuerzo de una labor paciente y dolorosa. En el siglo XVI existen aquellos que siguen a Zeus, pero frente a estos existen también los Saturninos retrasados, que protestan y que no entienden —de acuerdo con la tradición griega y romana” que un labrador inoportuno y grosero les perturbe en su serenidad de contemplativos. Esos aristócratas, detentadores del saber griego y latino, reproducen en sí mismos la altivez de los viejos maestros, ociosos con sus manos, puesto que el esclavo trabajaba para ellos. Y son quienes inauguran el menosprecio por los artesanos, los obreros, los mecánicos —como decían. Desde lo alto de su Thesaurus y de sus Canciones*, tendrán una larga progenitura. De Erasmo, a través de los Colegios de los Jesuitas, alcanzarán los Colegios de la Universidad Imperial, luego los Colegios Reales de la Restauración. Los últimos de estos no mueren antes del fin mismo del siglo XIX.
Con un sólo ejemplo, se ve cuánto en realidad puede y debe ser complicada la curva muy sumaria de las medias, tal como la hemos reproducido y comentado, por la labor paciente del historiador, si se quiere alcanzar lo único que importa: los matices cambiantes, las mil variaciones de la vida histórica, los mil encuentros de corrientes distintas. Hasta el presente el historiador no ha cumplido con esta labor. Nadie se ha preocupado aún por tratar este magnífico tema, la historia moderna de la idea de trabajo, la historia de la idea de trabajo desde que en Francia la palabra Trabajo sirve para designarla. Y debemos contentarnos provisionalmente con hacer más o menos lo que debió hacer Simiand para construir las curvas de su historia de los precios: utilizar los datos, a menudo inexactos, siempre insuficientes debido a recopilaciones sin exigencias críticas. La curva cómoda, fácil y sin rigor con la que estamos reducidos a contentarnos traduce al menos la tendencia, el trend, como dicen nuestros economistas usando una palabra inglesa. Y la tendencia es clara. Trabajo, dura ley. Pero nada impedirá al hombre trabajar, luchar para que él se vuelva un día la dulce ley del mundo. Desde ahora se trabaja para eso. Y se ayuda precisamente de las técnicas que inventa, técnicas que, como se ve, tenemos razón en unir, para el estudio y para la discusión, con la noción misma de trabajo y con su historia.
Traducido por Luis Alfonso Paláu
para todos los que no escapan a la magia del Renacimiento
Medellín, Abril 24-25/1990.
[1]. Journal de psychologie normale et pathologique, Enero-marzo, 1948, pp.,19-28.
[2]. La palabra trabajo es empleada aún en pleno siglo XVII, y por buenos autores, en el sentido de fatiga: “Calamus había subido a un caballo..., pero al no poder soportar el trabajo, se hizo llevar en una litera”. También (en Bossuet): “La Iglesia por los piadosos trabajos que siente por los moribundos...”. El sentido aquí es de inquietud, solicitud, cf. Brunot, Histoire de la langue francaise, t. VI, IIa parte fasc. 1, p. 1349.
[3]. Cf. Sainte-Beuve, Port-Royal, I, p. 392. Cf. también III, p. 322.
[4]. Sainte-Beuve, Ibid. t. I, p. 500. A un jesuita que sostenía que hasta Pascal había hecho zapatos: “Yo no sé... Pero convenid mi R. P. que él os ha dado excelentes botas [os ha propinado famosas estocadas] [Juego de palabras, t.].
[5]. Espíritu de las leyes, libro XV, cap. 8. El capítulo se titula: “Inutilidad de la Esclavitud entre nosotros”. “Se puede con la comodidad de las máquinas suplir el trabajo forzado que en otra parte se obliga a hacer a los esclavos”. Pero sobre esas máquinas precisamente, ver un curioso texto del mismo Montesquieu que debe añadirse al excelente esbozo de Marc Bloch sobre El molino de agua, en los Annales d´Histoire économique et sociale (t. VlI, p. 538): “Si los molinos de agua no estuviesen establecidos por todas partes, yo no los creería tan útiles como se dice, porque ellos han vuelto inactivos una infinidad de brazos, han privado a mucha gente del uso de las aguas y han hecho perder la fecundidad a muchas tierras” (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 15). También esta nota de Montesquieu (Espíritu de las leyes, XXIII, cap. 28): “El clero, el príncipe, las ciudades, los grandes, algunos ciudadanos principales se han vuelto insensiblemente propietarios de todo el condado; ... e/ hombre de trabajo no tiene nada”.
[6]. Habrá lugar de hacer la historia de esta expresión.
[7]. Buenas reflexiones a este respecto en el libro de Víctor Monod, El problema de Dios y la teología cristiana desde la Reforma, estudio histórico, (Tesis, Fac. libre de Teología, Montauban), 1910. Recojo de la Dedicatoria de Jacques Peletier en El arte poético de 1557 este texto significativo: “Un hombre bien nacido no debe tener muchas ocupaciones que secunden las unas a las otras”.
[8]. Gargantúa, XI.
* Traducción tentativa: “Odio las manos que son ociosas/ Movámonos rápidamente/ ¡Eh! tú, amigo, de cuerda nueva/ Reanima tu [...] adormecido” (t).
[9]. IIa Tesalonicenses, III, 8 y 10.
[10]. Hablamos del Platón de la República. Pero no olvidamos que Plutarco, en la Vida de Marcelo, XIV, 5, relatando la condena que oponía Platón a los hombres como Eudoxio o Arquitas, quienes pretendían construir instrumentos para resolver problemas difíciles de geometría, escribe que Platón se indignaba con la pretensión de ellos de resolver dificultades intelectuales recurriendo a objetos “confeccionados laboriosa y servilmente por la mano”.
[11]. De allí el capítulo De artificiis de Tomás Moro (Liber Secundus ed. Marie Delcourt, Paris, Droz, 1936, pp. 112 ss.), capítulo en el cual Moro habla de magistrados encargados de Cuidar de que nadie permanezca sin trabajo, que ejerza concienzudamente su oficio y consagre a él tres horas en la mañana y tres horas en la tarde. Con libertad de trabajar aún en sus horas libres, si lo deseaban.
* Traducción tentativa: “Pueblo, labora lealmente/ Con tus manos, viviendo con justicia/ Así nos instruye el apóstol/ Quien trabaja día y noche...” (t).
* Esta palabra aparece en español en el texto (t).
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